martes, 27 de noviembre de 2007

Espejuelo, máscara y disfraz

Fue un quinquenio espléndido -de mis 24 a 29 años-. Sólo lamentaba que mi talento estuviera despertando tan tarde en comparación -por ejemplo- al de Rimbaud (poeta francés que a los 20 lo había escrito todo y después marchó a vender armas en África). Uno de mis profesores, Rolando López del Amo, tenía su misma mirada. Además, también era poeta y de voz suave. Hablaba bajito. Su energía era distinta a la Roberto Fernández Retamar -más enérgico y preciso-, y a quien Lilian (la alumna de carnes más exuberante -se sentaba en primera fila-) solía desordenarle la mirada cuando cruzaba las piernas mientras él impartía clases . José Antonio Portuondo vestía traje con cuello y corbata siempre, lo cual reafirmaba “ ...la importancia relativa de las generaciones en la historia cultural de un país y..." -aclaraba- para no contradecir "...los principios ideológicos marxistas-leninistas..." tan en boga por entonces.

A las 7 u 8 de la tarde, cuando terminaban las clases comenzadas a las 3, salía corriendo para mi trabajo. Había sido seleccionado para crear y dirigir la Sección de Archivo y Bandas Sonoras del ICAIC -el proyecto que propuse ganó a otros y me convirtió en "personal de confianza del organismo"-. Mis nuevos deberes y derechos no permitían "horario de estudiante" -salir 3 horas antes del fin de jornada-. Pero hice un trato con mis superiores: " ...me comprometo a garantizar mi responsabilidades, compensando ausencias con tiempo nocturno ..." Comía en "La Pelota" -croquetas, fritas, bocadillos y refrescos, con nostalgia por los sándwiches de jamón y queso y los batidos de frutas de mi infancia-, o una pizza de camarones en 23 y 12 -¡baratísimas, a 1.80-. Y con mi caja de cigarros de 0.20 y un café de 0.05, iba a pasar la noche poniendo en orden el trabajo del día siguiente para mis 3 subordinados. Rolando Díaz -uno de ellos-, era también parte del grupo de estudiantes, entre los que Carlos Martí -hijo de otro poeta y profesor- y su novia Ana María obtenían las mejores notas. “Parmédines” -así llamábamos cariñosamente al único negro evidente del aula-, nos decía haciendo bailar sus labios enormes: “...ustedes son los 'filtros' -sinónimo de inteligente- ... pero el río nunca es el mismo, todo fluye y cambia ...”

Después, rodeado de equipos electrónico y estanterías con cintas magnéticas llenas de músicas, efectos, ambientes, discursos, "subusos" -trabajos especiales para el Minint y/o las Far-, y bandas sonoras -nacionales e internacionales- de filmes cubanos, todo "material histórico" como yo lo consideraba, dedicaba tiempo a las lecturas orientadas por profesores: la de Filosofía, Lucila Fernández -ojos claros, bellos-; o Historia del Pensamiento, Eduardo Torres -sabía mucho de religión y hacía ¡exámenes orales! que me gustaban mucho-; o Artes Plásticas, de la experta Adelaida de Juan, y muchos otros que recuerdo con cariño, aunque a veces pensaba que no me habían dado una nota de examen justa a pesar de que me hice famoso por obtener la nota histórica más baja en Métrica y Versificación -4 puntos de 100-. Y, a las 1 o 2 de la madrugada, dedicaba una hora a lo que más me interesaba: conocer cómo se hace el cine.

A veces, después de las 8 a.m. -a esa hora, aún medio dormido, abría la puerta a los empleados-, tocaban el timbre Silvio, o Pablo, o Noel y Sara, Eduardo, Emiliano, o alguno de los hermanos Vitier, o el mismísimo Leo Brower. Comenzaban entonces con el Grupo de Experimentación Sonora y pedían constantemente transfers de alguna de sus obras recién grabadas u otra de las colecciones de la nueva canción que guardábamos y oíamos con frecuencia. Los versos de Machado interpretados por Serrat los escuché cientos de veces. Y Chico Buarque de Holanda -brasileño-, el Quinteto Violado, o Caetano Veloso, me hacían compañía en mis desvelos.

A casa iba el fin de semana o cuando la madre de mi hija, o la mía, pedían ayuda. Llegar al cuarto donde vivíamos en 10 de Octubre, suponía 1 hora de viaje y volver al Vedado – a los escenarios de mi otra vida-, 2. Era asunto de economía -yo lo veía así-. El aumento de mi sueldo a 231.00 -nada mal-, sumado al de mi madre, que trabajaba como cajera en California -una cafetería-, nos permitía vivir a los 4. Universidad y libros eran gratuitos.

El optometrista me dijo que yo padecía de astigmatismo en el ojo derecho, aunque creyera que veía bien. La salud del izquierdo era perfecta. El análisis me sirvió de justificación para usar espejuelos innecesarios. Pero me verían más intelectual. Hay crisis que se viven como realización individual. No preví que las consecuencias llegarían después. En mi caso, se escondió -astuta- tras la máscara y el disfraz del conocimiento que yo -como muchos- deseaba tener. Y se sentía segura, amparada por un discurso social que inventaba planes y soñaba el futuro general de todo un país -¡y hasta del mundo!-, postergando necesidades concretas de la familia en particular -en aras de responder a retos abstractos de Humanidades Políticas Universales-. Nadie me impuso el camino que escogí -al menos explícitamente-. Ni siquiera cuando fui elegido trabajador destacado y me preguntaron: "¿Quieres ingresar en la Unión de Jóvenes Comunistas?" Pensando en cómo podría ayudarme esa condición a alcanzar mi meta -tenía 27 años-, dije: "Si."
LB

lunes, 19 de noviembre de 2007

Educación Superior

Cuando leí mi nombre en la lista de aprobados para ingresar en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades, me sentí como el emigrante frente al barco que le llevará a La Tierra Prometida donde hallará seguridad económica y fama. Así comenzó "mi quinquenio luminoso" -"gris" para otros, no sólo en Cuba-. Lo que había logrado tenía, para mi, una significado adicional: el acceso demostraba que las 3 oportunidades en que suspendí el examen final de Español en sexto grado -¡carezco de certificado de haber cumplido la enseñanza primaria!-, no impedían que alcanzara educación superior. No afirmo que saltarse escalones de la evolución -cualquiera de ellas- sea posible, sino lo contrario: hay que pisar firme cada uno antes de ascender al siguiente. Y así lo hice.

Tras ser rechazado mi talento por el ICRT y conociendo ya la forma en que el ICAIC fabricaba cineastas -gracias al departamento de sonido, donde acudían todos los creadores para terminar sus películas-, calculé que para llegar a mi meta necesitaba, más que milagros, años. Y que debía obtener antes diploma universitario pues el país ahora buscaba institucionalizarse, después de "suspender" su propósito de 10 millones, y los "requisitos" para reorganizar la fuerza laboral -desorientada en ese intento-, eran cada vez más exigentes en manuales y normas que se multiplicaban como conejos. Por tanto, decidí ingresar en la universidad. Pero a falta de diplomas, debía hacerlo por examen directo. Y dediqué mi tiempo disponible a estudiar la abundante materia de 12 temarios de asignaturas a dominar -incluidas matemáticas, geometría, física, química, biología- para entrar en Letras.

La decisión de cómo invertir mi capital de tiempo, posponía la solución del problema vivienda en mi familia: éramos 4 personas -mi hija, su madre, mi madre y yo- en un cuarto de 5 x 4 metros, con paredes laterales de cartón y madera. Más baño exterior. Por más que abuelo y mamá intentaron salir de esa situación en los 25 años anteriores, no pudieron. Yo, heredero de ese propósito, pensaba resolverlo planificando la solución sin renunciar a mi sueño personal. Me licenciaría en Filosofía y Letras, competiría por una plaza de director de películas, aumentaría mi salario a 400.00 pesos o más y entonces me ocuparía del asunto casa. Quienes debían esperar por mi, lo entendieron. Pero yo no sabía aún que lo imaginado casi nunca se hace realidad exacta pues cada familia del país donde resides -y de otros- también tienen su plan, que favorece o daña el tuyo. Y no todos entendemos la solidaridad de igual modo.

La enseñanza superior me puso en el camino de entender cuál forma de solidaridad es la más útil y productiva: la distribución equitativa. Pero también me enseñó que nuestra especie intenta hacerla posible desde hace 5,000 millones de años. No es solamente un problema de organización sino de identificación de respuestas equivocadas. Y de ingenuidad sustituyendo sabiduría, que fue lo que me sucedió cuando hice la pregunta en el primer pleno de estudiantes al que asistí.

Fui por curiosidad, invitado por un dirigente de la UJC, a quien dije, en medio de una movilización, que deseaba ir al acto donde discutirían y aprobarían “la orientación” de separar la Unión de Jóvenes Comunistas de lo que tradicionalmente se llamó FEU -Federación de Estudiantes Universitarios-, unificadas desde la "ofensiva revolucionaria del 67", cuando el gobierno intervino los pequeños comercios que quedaron con vida tras "las expropiaciones del principio". Y allí estaba yo, sentado en un salón del Hotel Nacional, escuchando exponer ideas a alumnos y cátedras -si no recuerdo mal, Mirta Aguirre, la estudiosa de la Literatura Cubana, estaba presente-. Y cuando casi terminaba la discusión del problema a resolver -la solución era sencilla, descentralizar el poder concentrado por equivocación-, levanté la mano y pregunté (tenía derecho a voz, pero no a voto): “¿Y porqué se cometió el error de mezclar dos funciones diferente?”

Es peligroso ignorar que se está "fuera del juego" y de que hay "7 que van contra Tebas". Los que están dentro y lo saben, te clasifican inmediatamente como “a favor” o “en contra”. Esto lo aprendí respondiendo al interés de los jóvenes dirigentes electos por saber porqué hice la pregunta. Era marzo de 1971 y yo apenas había leído La Odisea de Homero, aunque me gustaba más Los Trabajos y los Días de Hesíodo -sobre todo el pasaje donde Prometeo roba el fuego del conocimiento a Zeus, máximo líder del Olimpo, para regalarlo a los mortales-.

Y en la foto ya me ve usted en aquel tiempo, sentado con amigos del primer año en la escalinata del Al Mater, que descansa su primer escalón en la calle San Lázaro.
LB

domingo, 11 de noviembre de 2007

Diagnóstico de un agnóstico.

Con el potente chorro de agua de una pistola, me encanta acribillar el interior de los guardafangos empercudidos por tierra de caminos rurales, polvo de carreteras y hollín de ciudades. Usar el precioso líquido para hacer algo -cuando esta limpio y es abundante-, siempre lo he considerado privilegio y placer. Quizá por eso era obrero feliz y me sentía el mejor fregador de carros del mundo en el garaje del ICAIC. Me promovieron al despacho de combustibles y aceites. Después a la oficina - donde reorganicé el control del parque de vehículos y su mantenimientos del Instituto de Arte e Industria Cinematográfica-.

Lo anterior sucedía paralelamente a mi propósito de aprender los oficios relacionados con el cine. Pero -lo había intentado miles de veces-, no lograba trazar perfectamente la nariz y manos de Bugs, el famoso conejo de Walt Disney. Yo era uno de los alumnos del primer curso de dibujantes de animación -gratuito- que ofrecía el ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión). Allí pasé noches de 6 meses -de lunes a viernes-, aprendiendo los secretos de la ilusión del movimiento y la técnica de hacer hablar a los animales. Logré la tercera mejor calificación de 70 candidatos. A ello contribuyo Noel Lima -mi mejor amigo del barrio-, que ya trabajaba haciendo cartoons en el departamento de Dibujos Animados del ICAIC.

Antes de otorgar las plazas, el ICRT completó el proceso de selección con una entrevista personal que -como supe después-, seguía la pauta del "cuéntame tu vida" de los aspirantes a entrar en las filas del PCC. Todo el interrogatorio fue bien -yo contestaba con total sinceridad-, hasta que preguntaron: "¿Religión?" Y mi respuesta fue: "No sé. Es algo de lo que me ocuparé en el futuro, ahora me interesan otras cosas." Pero el funcionario insistió: "...¿cómo que no sabes?, entonces eres agnóstico..." La palabra me gustó y confirmé que lo soy. Cuando fui a ver la lista de aprobados -eran 10 plazas de trabajo-, yo no estaba. Asocié inmediatamente mi exclusión con ser "... un compañero que duda..." -había consultado cuál era mi religión en un diccionario-. Y sin pensarlo, acudí al Departamento de Personal y pedí explicación sobre porqué no eligieron a los que obtuvieron mejores resultados. "Este es un organismo estratégico y no puedes trabajar aquí." Pedí la respuesta por escrito. "Eso no puede ser", dijo la persona que me atendía. No recuerdo nada de él, sólo que caí en crisis.

Fui a ver Benigno Iglesias -Secretario del Partido del ICAIC y director de la Empresa Distribuidora-. "Yo no puedo trabajar aquí", le dije. "¿Porqué?" Expliqué: "...este es un organismo estratégico, como la televisión, sirven para lo mismo, informar al pueblo ..." Y le pedí qué el Partido del cine averiguara con el de la televisión lo que yo le decía. "Lázarito, eso no es así como tú crees, la política allí y aquí son distintas, deja eso y sigue en tu trabajo, aquí tendrás oportunidades muchacho...tú eres revolucionario, ¿no?..." Yo no sabía si era o no revolucionario, pero acababa de entender una cosa: el Partido no era tan monolítico como anunciaban los discursos. El descubrimiento no me gustaba -no porque rechazara la "unidad" sino porque en política no me parece útil anunciar como reales cosas que no existen-, pero Benigno me parecía hombre bueno e inteligente. Y me consolé deciéndome - por el ICTR-, "Ustedes se lo pierden." Y volví al garaje.

Hasta que Riquelmes, el Director de la Empresa de Producción me preguntó un día -mientras le llenaba el tanque de gasolina de su Volga y revisaba el estado de la batería-: "¿Sabes de facturas y esas cosas?" Limpiando el cristal delantero respondí: "Por supuesto y en eso también soy el mejor." Y quedó reluciente. En menos de un mes, actualice el atraso de 2 años de contabilidad del Departamento de Sonido del ICAIC. Y como buen agnóstico, abrí las puertas de La Mecánica, La Óptica y la Física del Estado Sólido, para aprender cómo funcionaban aquellos equipos extraños y sofisticados que otorgaban "habla, música y efectos" a las películas. A estás alturas del año 1970, ya estaba claro que el país no alcanzaría -no corte ni una sola caña aquel año- los 10 millones de toneladas de azúcar con que pretendía salir del subdesarrollo. Y el 19 de mayo -cuando devolvieron a Cuba 11 pescadores secuestrados-, en el discurso para recibirlos, el Secretario General del Partido lo confirmó. Pero queda el consuelo de que, en medio de aquella utopía, nació una excelente orquesta cubana creada por Juan Formell: Los Van Van. Fue entonces cuando mi primera hija – Lida-, abandonó el coche y comenzó a caminar.

LB

domingo, 4 de noviembre de 2007

La decisión heroica

Era verano del 1968. Y ya podía andar libre de uniforme por las calles de La Habana. En París la juventud -"hippies", les decían-, hacían revolución. Pero aquí estábamos en cola frente al Ministerio del Trabajo para que nos ubicaran en la vida civil. Yo miraba y escuchaba a mis compañeros de generación para saber qué esperaban del futuro. De lo que más hablaban, era del salario a que se sentían con derecho después de 3 años a 7.00 pesos. Como no oí a ninguno aspirar a menos de 300.00 o 400.00 (buenísima cantidad para aquellos años), me interesó saber qué profesión y nivel cultural tenían. La mayoría no había terminado siquiera la enseñanza media y la principal habilidad que ostentaban era la de chófer, o escribir a máquina, y uno que otro se preciaba de carpintero, chapista, mecánico, u oficio de habilidad manual que, observándoselas, se sabía hasta donde serían capaz de ejercerlo.

Llega mi turno y el funcionario que me atiende comienza a hacer preguntas y rellenar un formulario. Termina y dice: "... tú tienes nivel, aquí tengo tu futuro, topógrafo. 24 días de trabajo y 6 de descanso. 200.00 de sueldo más dietas. Pero lo mejor es que al año, te mandan a Checoslovaquia a estudiar Ingeniería ..." Y para convencerme agrega: "Es la mejor oferta que tenemos, aprovecha." Acepté. Y metí en el bolsillo el documento para presentarme en el Instituto de Geodesia y Cartografía, que esta en la parte de atrás del Cementerio de Colón.

Al día siguiente, fui.

"¿Y que hacen dos militares ahí en la puerta?", me pregunté al entrar. Lo descubrí cuando el jefe de personal -otro oficial -, me explicó en que consistiría mi trabajo, las condiciones en que lo ejercería y trazó el destino de mi vida para los próximos 30 años -licenciado ya como especialista en mapas y enfrascado aún en concluir la descripción más fiel posible de la geografía y suelos de mi pequeña isla con sus 1800 cayos-. Tras casi dos horas de reunión, salí y vi los muros del cementerio con sus cruces. Me di cuenta que estaba ante una disyuntiva: volver al mundo militar -¡obviamente aquel instituto lo era!-, o intentar entrar en el de los cineastas -¡mi mayor deseo!-. Era como tener un pájaro en las manos, pero anhelar al que ves volando.

Mi primo Jorge había prometido ayudarme a entrar en el ICAIC -Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica- por medio de un amigo que tenía allí. Pero no le dio tiempo antes de marcharse a Miami. Y mientras atravesaba las calles llenas de tumbas y monumentos fúnebres, tomé la decisión heroica: "...¡Buría o Muerte!, lo hago solo..." , me dije. Minutos después salí a calle 12 por la entrada principal de la necrópolis para llegar al cruce con 23, donde 7 años antes se declaró "el carácter socialista de la Revolución Cubana". Y entré al imponente edificio blanco de 9 plantas a 30 metros de la famosa esquina y pedí ver al jefe de personal. No estaba. Me atendió su secretaria, Romelia: "¿Qué usted quiere?". Sin pestañear respondí: "Una plaza de Director de Cine". Y cortesmente, replicó: "Ahora no tenemos, pero hay otras, ¿le interesan?" Sacó una enorme hoja de contabilidad - de 24 columnas - y comenzó a leer decenas de ofertas: " ...hojalatero, jardinero, auxiliar de limpieza, de escenografía ...". La escuché con paciencia hasta que dijo " ...fregador de carros ..." Y emocionado respondí: "...esa, esa la mía ..." Era demasiado. Saltó.

- ¡Pero tú querías ser director!.
- Quiero empezar desde abajo y conocer toda la industria para hacerlo mejor.
- Eso dicen todos y al mes están protestando para que los trasladen o los promuevan.
- Si me da la plaza, no tendrá más noticias de mi hasta que no vea mis películas en las pantallas.

Y así fue, aunque tuvo que esperar 10 años. De todo lo que hice para conseguirlo, nada resultó más complicado que convencer al funcionario del Ministerio de Trabajo que me ubicó para cambiar el volante y darme otro como fregador en el garaje de 12 y 17. Allí, no recuerdo quién, me hizo una foto -con mi viejo pullover blanco- mientras descansaba después de dejar completamente limpio el Alfa Romeo color vino del entonces presidente del ICAIC: Alfredo Guevara.
LB