sábado, 29 de diciembre de 2007

Ideología, arte y ajedrez.

Nitzschke nunca olvidará mi eficiente trabajo como asistente de dirección de su película y recordará, sobre todo, el día que nos apeábamos de un vehículo y cerré la puerta de los asientos traseros sin percatarme que él -para completar su salida desde los delanteros- aún agarraba con su mano derecha la columna de la ventanilla donde ella encajó. Sus dedos -aplastados entre los perfiles metálicos-, le hicieron enmudecer hasta que me volví y, sin entender aún qué pasaba, encontré su rostro enrojecido. Antes de abrir la puerta para liberarlo, escuché como se lamentaba en voz baja: “...Scheiße! ... Scheiße¡ ...” (¡mierda ...mierda). Su educación aria le impedía gritar el dolor. No fue lo mismo en el caso de su traductor, quien tras 2 semanas de agotadoras filmaciones, decidió encerrarse en la habitación con la bella novia cubana que le visitaba donde nos alojamos -hotel Costa del Sur, recién inaugurado-. "¡Vayan al carajo con la película!", “¡Déjenme descansar!” gritaba en alemán o en su español gutural cada vez que intentábamos hacerle razonar para que regresara al trabajo. 2 días después, apareció. Completamente relajado tomado de la mano de su medicina para el stress laboral.

En marzo de este año 1976 -la foto fue tomada un mes antes-, conocí a la mujer que me acompaña hace más de tres décadas. Fue al atardecer, cuando ambos regresábamos a casa después del trabajo en un ómnibus de la ruta 27. Tenía apenas 20 años y una hija de 2. Era secretaria en una empresa de grúas del Ministerio de la Construcción. La dije que, si queríamos entendernos plenamente, debía conocer cómo era mi oficio y propuse -estimé que tenía "madera" para el cine- que se trasladará al ICAIC. Yo estaba entonces enfrascado en problemas de vivienda -la de mi madre, mi hija y su madre-. Y ante la imposibilidad de "ganar" una nueva de las que se edificaban por el “plan de microbrigadas” (había que tener muchos méritos laborales, participación social y vida política para que "te tocara" pues la oferta era tan insuficiente que sólo satisfacía una pequeñísima parte de las muchísimas solicitudes), había decidido reconstruir el cuarto donde ellas vivían. Dibujé planos, tramité permisos, encontré un viejo albañil -más de 80 años- que nos ayudaría aceptando el pago del poco dinero de que disponíamos, mi madre, Pedro -su esposo, 17 años más joven que ella-, y yo. Y se presentó la oportunidad de comenzar la obra cuando la Dirección de Arquitectura Municipal decidió demoler y reconstruir el enorme muro y su cimiento que sostenía -sobre la parte más baja de la ladera de la loma donde se apoyaba- la enorme casona colonial en la que estaba nuestro cuarto (el 95 % de la vieja mansión la ocupaban por dos familias: una que disfrutaba del 90% -los propietarios- y otra el 5% -en alquiler-, como mi familia. Si no lo hacían, el inmueble corría el peligro de venirse abajo arrastrando en su caída al edificio colindante. Fue la obra de remodelación civil más costosa del municipio ese año.

La madera del encofrado para crear una segunda planta en el cuarto -el puntal alto del techo lo permitía-, la obtuvimos desclavando y reutilizando la usada por la brigada estatal para fundir el nuevo muro. Los operarios del gobierno renunciaron a hacerlo porque decían era muy engorroso y no valía la pena emplear tiempo en ello pues tenían otras prioridades. Nos beneficiamos también de cemento, arena, recebo y bloques que sobraron y no volvieron a recoger. El resto de los materiales lo obtuvimos por “asignaciones del municipio" -sujetas a “disponibilidad de inventarios” y siempre tardías -, en el mercado negro y con “los amigos”. Terminar los 60 metros cuadrados de superficie habitable de la "nueva casa" (un duplex con 1 sala, 1 baño, 1 cocina y 2 cuartos) nos tomó casi 18 meses. Tomamos 1200 centímetros -también cuadrados-del enorme patio trasero tras mucha y ardua negociación con vecinos de la derecha, los dueños, y de la izquierda, en renta. Y me quedé con un solo problema de vivienda: el mío.

Este año debió comenzar mi carrera como "director de cine". Pero en el destino -no importa que tengas un plan-, influyen multitud de factores, entre los que están el carácter, cualidades y limitaciones que otorga la naturaleza a nuestro ser y al de quienes nos rodean. Por esto, quizá, no entendí correctamente qué se esperaba de mi cuando Jorge Fraga -director de Programación Artística del ICAIC en ese momento- me comunicó que me había elegido para hacer un documental sobre el Ejército Juvenil del Trabajo -la EJT, cuerpo de las FAR dedicado a tareas productivas, esencialmente agrícolas-.

Recuerdo que estudié la información sobre el tema y presenté un guión cuyo tratamiento era, esencialmente, de ficción. Fraga me hizo saber, mediante carta, las razones porque consideraba que no era un "abordaje correcto" del asunto. Breve, en una página. Y respondí con 25 -también escritas a máquina-, donde expliqué porqué sus argumentos para rechazar mi proyecto estaban equivocados y eran falsos. Él, sabio -mucho aprendí de sus clases sobre guiones y dramaturgia-, no respondió. Pero me comunicó que la realización de la obra se posponía. Lo cual me regaló tiempo para dedicar a las tareas de construcción hasta que volvió a citarme. Ahora para ofrecerme realizar un "spot" (no le decían así, aunque fuese lo mismo, para evitar parentescos con “la publicidad", considerada “un arma del enemigo” según ideas al uso), en conmemoración de La Revolución de Octubre.

El ICAIC colaboraba con el ICRT -radio y televisión- y el DOR (Departamento de Orientación Revolucionaria del PCC), en la producción de "cuñas divulgativas", que debían ceñir su guión a los "pies forzados" de enunciados predeterminados para cada tema o asunto. Durante este trabajo entré en contacto con una parte de la mecánica de producción ideológica "directa" del Partido -en la que 10 años después incursioné de nuevo, pero en temas más “delicados y complejos”-. Y tuve mi primer intercambio "ideo-estético" con funcionarios de las 3 instituciones implicadas en el proceso. La mezcla de ideología, arte y ajedrez que imaginé para crear “la pequeña obra”, me permitió descubrí que la censura en la producción de mensajes en Cuba se alimentaba no solamente de "directrices de la cúpula del poder", sino también de la forma en que cada funcionario las asumía según su cultura, nivel de conocimiento sobre los “medios” y precauciones personales para no perder el empleo. Me parecía normal.

Realicé el "spot" con piezas de ajedrez sobre un tablero, que Iván Nápoles -el imprescindible camarógrafo de Santiago Álvarez- filmó magistralmente con lentes macros, una arriflex y negativo B/N de 35 mm . La idea era simple: “los peones son quienes vencen al Rey”. ¡Nada de torres, alfiles, caballos o reinas! La “masa de obreros” atacaba, mientras yo lanzaba bocanadas de humo de mi cigarrillo -siempre he fumado “tabaco negro”- sobre el escenario para simular la guerra. Lo demás lo hizo "la truca" -aquel artefacto mastodóntico con que se creaban los "efectos especiales" del cine de entonces-, combinando consignas gráficas combativas, rostros de muertos famosos y banderas. Finalmente agregué música lírica.

Cuando Fraga y el funcionario de la televisión lo vieron, no estaban seguros que "...los del DOR, entendieran qué quería decir lo que hiciste..." Dudaban. Les convencí para que me dejaran mostrarlo a “los de arriba”. Gustó mucho y se trasmitió -"es algo diferente", oí decir a alguno-. Estábamos en el último trimestre de 1976, en medio de la consternación nacional por el sabotaje a un avión que despegaba de Barbados rumbo a Cuba -murieron, 57 cubanos, 11 guyaneses y 5 coreanos-, y durante aquellos meses escuchamos una y otra vez -por radio, televisión y en noticieros de cine, la voz de uno de los pilotos advirtiendo a su compañero qué hacer antes de perderse la comunicación con la torre de control y caer al mar-:

- ¡Eso es peor, pégate al agua, Fello, pégate al agua!

LB

jueves, 20 de diciembre de 2007

La estructura ausente

Para ser exacto, mi primer contacto con el "núcleo duro" del cine ocurrió en la pre-filmación de un filme alemán que necesitaba rodar parte de sus escenas en Cuba, aprovechando la semejanza de sus paisajes con otra isla del Caribe: Jamaica. Das Licht auf dem Galgen (Una luz sobre la horca) la dirigía Helmut Nitzschke, a quien me presentaron pocas horas después de que fuesen a buscarme a una de mis últimas clases -era de filosofía- en la Escuela de Letras. Debía sumarme al grupo de dirección del filme que estaba ya en Trinidad – la ciudad colonial mejor conservada del país- buscando localizaciones.

Tras 5 horas de viaje en Volga, me senté a la mesa donde cineastas de la RDA compartía cena con colegas cubanos en el hotel Las Cuevas. Mi régimen de comidas habían sido tan severo e inestable en los últimos 5 años (por la paulatina degradación de la oferta gastronómica en mis entornos habaneros y la manera en que yo vivía para alcanzar mis objetivos), que cuando vi a los comensales europeos declinar el bisteck de jamón que ofrecía el menú, pregunté si podía comerlos yo. Sumé 4, más la mitad que dejó Humberto Hernández. Arroz, yuca, ensalada, panes y refrescos. Un banquete pantagruélico. A todos causó gracía mi avidés alimentaría, gracias a la cual estuve despierto hasta las 4 de la madrugada leyendo el guión de 400 páginas -explicaba el filme con precisión germánica-, inspirado en una novela de Anna Seghers escrita 15 años antes. Contaba una rebelión de esclavos en el Caribe ocurrida al calor de ideas y conspiradores de la Revolución Francesa y Haitiana del siglo XVIII.Y al día siguiente -elegíamos lugares para filmar-, comencé a vomitar, vomitar, vomitar y comenzó el cólico nefrítico. En el policlínico me inyectaron Abafortán en vena y el insoportable dolor cesó de inmediato. El médico me explicó: "...tuviste un choque proteico y arrojaste lo que el estómago no pudo asimilar, pero la gran cantidad de residuos que quedó en la tripa derivó a obstrucción del ureter ..., come menos ..." Dormí 24 horas.

Encontrar blancos -altos y rubios- para representar soldados ingleses, era casi imposible en la zona donde estaban los paisajes elegidos por el director. Los localicé en una escuela de deportes cercana: un equipo nacional de remos. Les convencí para cooperar y les disfracé con levita, pantalón ajustado y sombrero napoleónico para la escena del fuego de cañones contra los sublevados. Coordiné con el pirotécnico -Rafael- para prevenir accidentes y dijó que la artillería -de utilería- estaba cargada con la mezcla adecuada de pólvora y sustancias para producir mucho humo sin peligro. La cámara estaba a 200 metros tomando plano general del montecito donde estábamos. Por el "wokitoki" -radiofrecuencias- me ordenaron comenzar los disparos. "...uno... dos... tres ..." fuí gritando a los “remeros” hasta completar la andanada. Terminó la acción y escuché por el aparato: "...sehr gut ... muy bien..." Desde el primer cañonazo se hizo tal nube que no distinguí qué sucedió, realmente, a continuación. La niebla comenzó a disiparse y descubrí el desastre: las piezas de artillería habían reventado y una docena de deportistas estaban heridos y magullados. No hubo muertos, pero el team de deportistas tuvo que posponer su participación en algunas competencias, incluso internacionales.

El accidente ocurrió en la primavera del 1976, filmando -tras meses de preparación- las escenas de la obra de Nitzschke. En ella, asumí con mucha pasión mi responsabilidad de asistente de dirección por la parte cubana, no sólo por mi vocación de cineasta sino también porque a finales de 1975 -coincidiendo con el I Congreso del Partido, título que recibió la promoción de graduados universitarios a que pertenezco-, comenzó la ayuda de combatientes internacionalista cubanos al pueblo de Angola y escuché por primera vez la idea "... somos latinoafricanos ..."

No sé si quienes se sintieron aludidos entonces por lo que Fidel Castro aseguró identificar como parte de los genes de su Nación, retendrán en sus respectivas memorias emotivas el impacto que les causó. 100,000 -dicen datos históricos- se apuntaron al "ejército potencial dispuesto a acudir al llamado". Yo entre ellos. Y la frustración que sentí al no ser elegido entre los que partirían de inmediato a pagar su "deuda histórica con África", la compensé con mi trabajo en esta película, donde también recluté para sus propósitos la masa de negros y mulatos insurrectos. A ello me ayudó Marquetti -un trinitario pariente de un notable pelotero de entonces, al que pueden ver en la foto -dando palmadas a mi derecha- mientras le muestro al grupo que yo también sé bailar “palo” -nombre que denomina el estilo de moverse en la danza y la regla de creencias de los esclavos procedentes del actual Congo-.

Aunque compartí cultura y sentimiento con esclavos -tanto congos como lucumíes-, la imagen de mi que guarda la película es de burgués -como se puede apreciar en la segunda foto-. Esta “paradoja simbólica” me recuerda -no sé porqué- un libro del cual José Antonio González -Rolando Díaz y yo ayudamos en el lanzamiento de su programa de televisión Historia del Cine en 1973-, gustaba de extraer conceptos y términos que citaba con frecuencia: La Estructura Ausente -de Humberto Eco-.

LB

jueves, 13 de diciembre de 2007

Deseos, represión y problemas.

Había expresado -en carta- a Julio García Espinosa, Vicepresidente del ICAIC, mi deseo de ser trasladado a la producción directa de películas cuando terminara la universidad. Y llegó el momento. Ahora debía demostrar mi talento y cualidades para “hacer cine”. Camilo Vives -"manager" de la producción de “largometrajes y documentales” desde entonces-, me explicó que Orlando Rojas -primer asistente de dirección de Cantata de Chile-, necesitaba ayuda pues la película -ya en fase de rodaje-, había resultado más compleja y difícil de lo que se calculó en la pre-filmación. Y me nombró asistente del asistente de uno de los dos grandes del Cine Cubano en ese momento, el dionisíaco Humberto Solás, que compartía fama con el apolíneo Tomás Gutiérrez Alea (ya sabía aplicar "definiciones europeas del arte occidental").

El argumento del filme narraba el enfrentamiento entre obreros y burgueses -por asuntos económicos- en el Iquique del norte salitrero en 1907, que concluyó con la matanza de mineros -nativos, peruanos y bolivianos- tras brutal represión comandada por el General Silva Renard. Los actores y figurantes principales, eran chilenos acogidos por La Isla tras el 11 de septiembre de 1973 -asalto al Palacio de La Moneda, muerte de Allende y toma del poder por Pinochet-. Y la gestión de organizar su participación en la obra resultaba complicada por las diversas clases sociales de que procedían y las filiaciones políticas -todas de izquierda- que profesaban -esto era lo que más agotaba a Rojas-. Lo único que les unía, era el dolor de lo que les sucedió dos años antes y la nostalgia por la patria.

Informado del reto principal del trabajo, al que se agregaba armonizar “refugiados y cubanos”, me empeñé en estimular la cooperación entre todos los “aldeanos vanidosos” que participábamos en la obra impidiendo -apoyado en la lengua compartida- vernos unos a otros como extranjeros. Tal propósito lo identifiqué no solamente como mi responsabilidad particular sino también como “la del cine en general”. Aprendí también que las películas se hacía -decían entonces- con "...fuego, humo, agua, caballos y mucha sangre..." Todo mezclado, como en un sueño. Y precisamente en una de las puestas en escena oníricas y alegóricas de esta obra de Solás, fue donde se me reveló que "el estilo mágico" no sería el mío, aunque sus resultados deslumbraran y multiplicaran mi imaginación, que se sentía capaz de expresarse a través de él igual o mejor que los realizadores amantes de esa forma.

El día en cuestión tuvo 36 horas, que trabajé sin descanso. Atendí maquillajes y peluquería de protagonistas, vestuarios de ellos y cientos de extras más con ropas de épocas diferentes, controlé la escenografía del salón más grande del antiguo Centro Gallego, la preparación de utilerías -lanzas, arcos, flechas, armas blancas y de fuego, comidas y licores-, los efectos especiales, además de la pirotecnia y media docena de cuadrúpedos bajo techo. Y entonces llegó el director, paseo su mirada por el set, observé en su rostro un sentimiento de incertidumbre y un momento después anunció que no estaba "inspirado" para filmar. Estallé.

Sólo la explicación amable de Jorge Herrera -el director de fotografía- y la capacidad de seducción de Humberto Hernández -el productor ejecutivo-, me devolvieron a mis cabales. Y aunque mis 29 años se negaban a entender las razones de porqué debía ser así, pensé, "...bueno, Solas hizo Lucía -una obra maestra- a los 27 -ahora tenía 35-, quizá eso le da cierto derecho a actuar así ... ¡coño, pero que caros cuestan esos derechos!..." Suspender filmación que demandaba preparación tan compleja y extensa era muy costoso. Pero eran las reglas del juego, asumidas y defendidas por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica -primero "arte" y después "industria"-, estaban claramente anunciadas en el orden de ambas palabras de sus siglas: ICAIC.

Gracias a La Cantata ... también aprendí cómo se hacía cine en Cuba entonces -y sudé a mares- corriendo por canteras del Mariel -simulaban desiertos australes-, estimulando a masas de mineros explotados -también simuladas- para que gritaran fuerte sus demandas y levantaran en alto banderas y carteles con consignas. Con patrones burgueses y empleados de cuello blanco era más sencillo, sólo debian mostrar sus miedos. La actuación más ardua era la de los “milicos” -fuerzas represivas-, que dado el carácter metafórico del discurso de la obra, representaban –según fuese la época evocada en la escena-, bestiales mercenarios de Pedro Valdivia -el conquistador español- torturando y descuartizando indios, o disciplinadas escuadras armadas disparando sobre la masa enardecida.

Faltaban pocas semanas para el I Congreso del Partido -el de Cuba- y yo residía entonces en un habitación del Albergue del ICAIC -esquina 26 y 25 en el Vedado-, para técnicos sin vivienda en La Habana. Me autorizaron habitar allí porque mi vida de pareja hizo crisis en el último semestre universitario y la madre de mi hija no tenía a donde ir. Por ello renuncié al apretado espacio del cuarto donde vivíamos. Y allí quedó ella -Haydee-, con mi madre -Aida- y mi hija -Lida-, a la espera de que yo pudiera encontrar solución a nuestros problemas de vivienda.

En la foto -mutilada por alguien bajo el impulso de una pasión ya olvidada-, estoy junto a María -se hizo médico en Cuba y quedó residiendo allí-. A mi derecha estaba Ana Luisa y otros chilenos. Ella escogió otro camino. Murió en Villa Alemana -Valparaiso-, el 28 abril de 1986, junto a Juan de Dios, a causa de una explosión. Ambos eran comandos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile, MIR.

LB

martes, 4 de diciembre de 2007

Conciencia y Ciencia

Nunca me ha gustado ser parte de una élite -de cualquier tipo que sea-. Y si con alguna me sentí identificado en aquellos 70, fue la del proletariado. No lo he mencionado antes, pero mi primer salario fue 1 peso semanal. Lo ganaba en el taller de fundición propiedad de la familia de mi tío político, Diego Vizcón. Allí vi, por primera vez, como el metal se hacia líquido y se adaptaba a la forma de un molde hecho de arena. Por eso sentía orgullo -no ha desaparecido-, cuando dije “...a los 12 años ya yo era metalúrgico”. De esta y otras precoces aventuras laborales daba noticia al dúo de militantes de la UJC que me procesaba para entrar en las filas de esa organización. También informé de mis frustradas aspiraciones de adolescente: "...ir al norte y ser dealer en Las Vegas". En fin, hice biografía totalmente transparente y la redacté mediante estilo donde el narrador en primera persona se transformaba, progresivamente, en tercera del plural hasta que "nosotros" protagonizaba el final de la confesión. Cuando la leí en voz alta durante la reunión de análisis y discusión de mi caso -rodeado de militantes que examinaron mi perfil de ser social-, gustó mucho y me sentí reconocido literariamente hasta que uno -Daniel- preguntó: "¿pero cuándo exactamente empezaste a ser revolucionario?" Y comenzó el debate.

Yo no sabía aún que los humanos se dividen en dos grupos: los que entienden y los que no. La diferencia no es de inteligencia sino de "ajustes de cuentas con uno mismo”. Yo había saldado las mías con el pasado y -aceptado y pagado "mis errores"- me incluía entre los primeros, creía que era el único grupo posible. Y tranquilo, me concentraba en el presente para alcanzar mis metas personales -¿porqué no decirlo?-, sociales y económicas. Las políticas siempre las he estimado menos. Los que no aceptaban mi explicación de "... fue un proceso ..." e insistían en precisar día, hora y suceso que cambió mi forma de pensar de repente, son los que pertenecen al segundo grupo. Me fui dando cuenta años después y lo vivido hasta hoy me lo ha confirmado. No están en paz con su pasado. Las razones pueden ir desde la mentira inocente que usaron por ignorancia o a la que se sumaron para obtener "algo”, hasta sentirse culpables de "pecados jurídicos" vinculados a dinero y/o sangre que cometieron amparados en una razón que ya no se sostiene y por los cuales no han rendido cuentas, pero les hace vivir en la zozobra de que puede ocurrir algún día.

Aquel año, el joven Manuel Pérez Paredes -apenas 7 mayor que yo-, hizo El hombre de Maisinicú, película que gustó a muchos y a mi también. Pero el slogan, martiano, que el filme popularizó ("...en silencio a tenido que ser ..." -se refería a los preparativos de la Guerra de 1895 para librar a Cuba del colonialismo español-), no me atraía demasiado dada mi vocación por "la transparencia". Aunque entendía su utilidad para asuntos de "inteligencia y contrainteligencia" -es regla universal-, que era el contexto específico de la historia que narraba el filme. Mi precaución ante tal “norma de seguridad” nacía de que se entendiera más allá de los límites de aquellos aspectos del trabajo del Ministerio del Interior relacionados con "espionaje y penetración". Esta duda -y otras- comerciaban en mi cabeza, mientras rechazaba o compraba ideas de manuales para explicar "...la dictadura del proletariado ...", o poéticas para ensanchar su humanismo: "...el hombre se hizo siempre de todo material, de villas señoriales y de barrio marginal ..." La materia de mis clases universitarias -opté por Licenciatura en Estudios Cubanos-, no alcanzaba para entender y explicar totalmente el Caos Organizado que vivíamos.

En el último año de carrera, me inscribí -en la Facultad de Ciencias- a un seminario de "Matemáticas aplicadas a la Ciencias Sociales" -servía como curriculum de postgrado-. Haciéndolo, cuestionaba -ante mis compañeros de Facultad- la ideología de "escritor y/o artista" que yo debía profesar como alumno de Letras. Pero fue gracias a esa desviación que adquirí conocimientos -directo de sus voces- de profesores como Juan Pérez de la Riva -sociólogo y demógrafo excepcional-, Manuel Moreno Fraginals -tan ingenioso para describir Cuba enfrentando cifras y creencias populares-, y de otros sabios que me confirmaron lo importante que era mi interés natural por las estadísticas, las ecuaciones y la ciencia. Faltaban pocos meses para el Primer Congreso del Partido Comunista y yo era ya joven comunista pues los militantes del ICAIC finalmente vieron en mi agnosticismo no defecto -como hicieron los del ICRT-, sino virtud.

Recuerdo el verano de 1975 como "Mi Personal Época de Renacimiento" –cada cual tiene la suya-. Estaba a punto de terminar "mi telescopio" para escrutar el cielo y probar lo que intuía -con argumentos “contables” de Letras, Números y Cine-: "...no somos el centro, porque nos movemos..." Pensaba decirlo en voz baja pues sentía temor de ser reprimido por el merodeo de una autoridad -ideológica- y una oposición -culta- tan grandes que daban miedo. Yo soñaba con calzar las sandalias de Andrei, pintor de iconos que encontró -llorando desconcertado y solitario en la llanura desierta- al joven aprendiz metalúrgico que dirigió la construcción de la campana nueva para despertar al pueblo cuando los mayores olvidaron cómo hacerla -su padre nunca le enseñó los secretos del oficio antes de morir-.

De aquel tiempo es la foto. Estamos en la entrada de la Biblioteca Nacional. Ella es Maritza, también de Letras. Hoy reside en Miami.

LB