Nunca olvido el primer discurso público que hice. ¡Que desastre!
La Revolución Cubana se estrenaba en el poder. Y gracias a ella, los que éramos parte de la Tropa No. 3 de Boys Scouts de La Habana -con oficinas en la Iglesia de Jesús del Monte-, disponíamos del mejor equipamiento de campaña para las actividades escultistas que inspiró -medio siglo antes- el fundador de esa organización para jóvenes: el militar inglés Lord Robert Stephenson Smyth Baden-Powell of Gilwell. Nos habíamos abastecidos en almacenes de la Fortaleza Militar de la Cabaña -que controla El Morro-, al mando de la cual estaba un comandante del Ejercito Rebelde: Ernesto Guevara de la Serna. El privilegio logístico que recibieron los scouts pobres de mi barrio fue posible gracias a vínculos de nuestro jefe de tropa con el movimiento insurreccional en La Isla.
Dueños de tiendas de campaña, cantimploras, mochilas, cuchillos comandos y cuanta parafernalia usan los soldados para ir a la guerra, mi patrulla -de nombre Pantera y de la cual yo era Guía Mayor o jefe-, planificamos una excursión a La Loma del Burro, una de las 3 elevaciones emblemáticas de la zona de 10 de Octubre donde nací. Había sólo un problema que resolver: la seguridad. Al pie de ese lugar estaba el barrio Las Yaguas, bautizado así por los materiales con que había construido viviendas la población más desfavorecida y marginal de la ciudad, en su mayoría negros y mestizos. Los yaguences tenían fama de violentos, ladrones y -la más onerosa- secuestradores y violadores de niñas blancas, sobre todo rubias. De esa mitología y del dogma de competencia básico que implicaba ser scout -defender la bandera propia sobre todo lo demás-, nació el plan de defensa que preparamos para protegernos del mal y, lo esencial, cuidar de nuestras propiedades recién adquiridas.
Acampamos sábado en la mañana. Levantamos los endebles techos de lona verde olivo de las tiendas para pasar la noche y recogimos leña para cocinar los alimentos enlatados -mi mamá compró los míos en la bodega de Antonio-. Pasamos la tarde atareados en ejercicios para aprender como sobrevivir en medio de la naturaleza sin ayuda de la civilización. Al anochecer, elegimos puntos de vigilancia y repartimos la guardia nocturna. Nos acostamos. Y 3 horas después, en medio de mi somnolencia fue cuando escuché los gritos que anunciaban "¡Ataque, Ataque!". Me embargó el pánico y no pensé en otra cosa que recoger mis pertenencias y salir corriendo cuesta abajo. Minutos después me detuve y al volver la vista atrás vi a mi mejor amigo -Noel Lima-, enarbolando la bandera y gritando: "¡No se la llevaron!, ganamos, ganamos.!". Cuando me acerqué a él, descubrí las heridas que le había causado aferrarse a la insignia -que jamás soltó-, cuando fue arrastrado por el “enemigo” que quería apropiarse del símbolo de tela. Asustados aún, algunos vecinos de Las Yaguas que habían acudido al escuchar nuestro alboroto, volvieron a sus moradas.
El ataque había venido de unos pocos miembros de nuestra propia tropa -otra patrulla de la cual ya olvidé el nombre-, que querían ganar la fraternal emulación que sosteníamos.
A la semana siguiente, en la reunión de balance y entrega de premios, mi grupo fue declarado vencedor y me pidieron que dijera unas palabras para estimular a los demás a seguir nuestro ejemplo. Fue entonces cuando hice el discurso que me hubiera no haber pronunciado jamás. Solemne, dije: "Todo lo que se ha dicho me parece muy bien, pero lo único que tengo que decir es que 'el que imita, fracasa', muchas gracias." Esto ocurrió casi 50 años atrás y aún no sé qué me impulsó a decir aquello. ¿Ignorancia, vanidad o simplemente la inocencia de mis 14 años?
LB
1 comentario:
Lázaro,
Tu artículo me trae recuerdos de tres muchachos negros del barrio de Las Yaguas: Armando, Raymundo, y Pica Pica. Siempre andaban juntos.
Yo vivía en Pedro Pernas, entre Juana Alonso y Manuel Pruna. Frente a mi casa había un placer donde jugábamos a la pelota. No era muy grande y sólo teníamos "home" y dos bases. (Allí construyeron después un campo deportivo.)
La primera vez que Armando, Raymundo y Pica Pica se nos aparecieron nos quedamos asustados. Siguieron viniendo de vez en cuando y resultó que eran buena gente y algunas veces jugaron a la pelota con nosotros.
Saludos, Gonzalo
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