El Año del XI Festival en Cuba -1978-, fue prodigioso para mi. Además de hacer mi opera prima, mi conocimiento de cómo funcionaba el mundo creció notablemente, lo cual significaba mayor preparación para enfrentar las crisis espirituales. Y en cuanto a las materiales, recibí recompensas que me permitieron enfriarlas. Les cuento cómo y porqué.
Formar parte del grupo de creadores del ICAIC de entonces, me incluía entre los citados a "reunión con Alfredo en el 9no. Piso", donde estaba la apacible e iluminada biblioteca que cuidaba Ferrer -único y celoso guardián de una espléndida colección de textos sapienciales sobre arte y literatura-. El largo salón de paredes blancas, con ventanales desde donde se veía gran parte del Vedado y el mar, se cubría de sillas cuidadosamente alineadas con perfección de centuria romana frente a la mesa desde donde el orador nos regalaría su suave y profundo discurso. De las ocasiones en que asistí a estos encuentros para informarnos y ser orientados sobre asuntos "delicados" -entre ellos "tensiones" entre el ICAIC y el Ministerio de Cultura por diferendos de "competencias y atribuciones organizativas en el sector"-, recuerdo una en la que Guevara planteó como preocupación los cambios que estaban ocurriendo en el mercado de la cinematografía mundial por el desarrollo de nuevas tecnologías para efectos especiales. No puedo citar con exactitud lo que dijo al respecto, pero si mi "pequeño desconcierto" ante el tema. "¿Qué importancia o peligro podía implicar esto para nosotros, estupendos y lúcidos creadores?", pensé y no supe la respuesta hasta muchos años después. Pucheux -gurú del tema-, estaba junto a Alfredo y aportó algunos comentarios. Supongo que algo dijo sobre La Guerra de las Galaxia de George Lucas, que se había estrenado mundialmente hacia apenas un año. En fin, que el asunto me pareció más de agenda de intereses del Vaticano -trataba de avances en la creación de entelequias para expresar y gobernar el "mundo virtual"-, que de "cine e ideología", tal y como se producían en Cuba. Pero en todo caso nos enteramos de lo que estaba ocurriendo en nuestro sector "afuera", ese lugar que yo sólo conocía de oídas.
A Fraga también le preocupaban los progresos en otras partes del mundo, sobre todo en dramaturgia y escritura de guiones. Él mismo nos ofreció cursos en que explicaba las diferentes teorías de expertos y maestros de esas especialidades: Lawson, Sydfield, Lajos Egri, que después amplié por mi cuenta con Cucca, Swain, propuestas de Doc Comparato y modelos "actanciales", mezclando todo con la hermenéutica y las Leyes del Kibalión para explicarme la "dialéctica entre lo viejo y lo nuevo". ¡Tonterías!, tonterías con las que disfrutaban y se reían mis colegas en las sesiones de análisis y critica de los viernes en la salita del 5to. piso. De estas, recuerdo una en la que sólo dije: "Bueno, es mejor irse a casa porqué esto no se puede discutir." Jorge había seleccionado una vieja película de Bergman -1969-, que el director sueco realizó en 2 semanas aprovechando la paralización del rodaje de otra por mal tiempo para filmar en exteriores. El Rito cuenta el proceso penal que se sigue a tres actores a los que se les acusa por representar un espectáculo supuestamente indecente. La rebelión de ellos contra la autoridad se manifiesta al final, cuando los comediantes son obligados a interpretan la obra censurada ante el juez que -a solas con ellos y mientras observa el ritual sado-maso, con máscaras, bofetadas, símbolos fálicos…-, es incapaz de soportarlo y se desmaya por las convulsiones que le provoca contemplar la obra. Visto el filme hoy día, también provocaría estertores, pero de risa. Sin embargo aún escucho en mi memoria el silencio que se hizo entre mis compañeros creadores cuando, tras el "koniec" final, las luces iluminaron sus rostros que evitaban cruzar miradas mientras la mía reía recorriéndoles. La enorme verga inhiesta que la protagonista se ciñe como prótesis en la pelvis para iniciar su "menage a troi" con dos machos en la escena donde el censor pierde la consciencia, era "puesta en escena" demasiado complicada para aventurarme a explicar como yo creía que Bergmam uso la "metonimia y la metáfora" en este ejemplo de "nuevas tendencias realistas del cine". Ese día sentí por primera vez que el de la crisis no era yo. Y que el conocimiento y la intuición me amparaban, como al cieguito Zato Ichi -samurai errante sin amo-, del cual no dejaba de ver entonces ninguna de sus película cuando las estrenaban en los cines.
En la misma "salita de previstas", vimos aquel año La casa de Mario de Daniel Díaz Torres (entrevista a un campesino que colaboró con el Ejercito Rebelde desde los días de su nacimiento en la Sierra Maestra); Día tras día de Orlando Rojas (sobre el trabajo de los jóvenes en la reconstrucción del ferrocarril -uno de los Diez Mejores Cortometrajes del Año seleccionados por la critica); y el debut de Marisol Trujillo como realizadora con Lactancia y El sitio en que tan bien se está (la importancia de dar el pecho a los niños y una parábola poética sobre la importancia del entorno donde se habita tomando como referencia la bella Habana). El largometraje más esperado de año fue Los Sobrevivientes de Tomás Gutiérrez Alea (historia tragicómica de una familia burguesa que se atrinchera en su mansión para ignorar los cambios del país pues creen que pronto su vida volvería a ser como antes de La Revolución).
Y así fue pasando el año en que, tras mucha discusión sobre méritos de dos finalistas que quedamos entre los numerosos que solicitaban. me otorgaron un refrigerador por la sección sindical. Lo instalé en mi habitación del albergue de 26, frente a la pared donde estaba la estantería de mi biblioteca, construida con cajas de cartón de 25x25x1 cm para cintas magnéticas Agfa de 1/4, que rescaté de los desperdicios del Archivo de Bandas Sonoras. La colección completa de la revista Cine Cubano (el almacén donde guardaban los números más antiguos -muchos encuadernados en sólidos volúmenes-, estaba en el albergue), y otros mil libros que había acumulado hasta entonces - más la cama y una escuálida mesa con una silla-, completaban la decoración monástica de mi aposento. Un día, Saúl Yelín -director de Relaciones Internacionales-, fue a buscar a Isaac Ramírez -joven funcionario que trabajaba bajo sus órdenes y era mi compañero del cuarto aledaño-, entró, vio mi celda y exclamó: "Vaya, que organizadito tienes esto." Me sentí halagado. Él tenía el don de hacerte feliz cuando conversabas con él en alguna de las muchas lengua en que era capaz de hablar y entender.
Isaac fue parte de la delegación del ICAIC que asistió aquel año al Festival de Cine Documental de Leipzip. Y yo supe que iría antes que me lo comunicaran oficialmente porque él me lo anunció. En en su área de trabajo era donde se decidía quienes "viajarían" entre los propuestos. Elegido para tan grande estímulo, logré conocer, finalmente, aquella tienda de Gaelano donde compraban los que visitaban el extranjero como misioneros de Cuba y su Revolución. ¿Qué puedo decirles de esta experiencia conque cerraba mi año de buena fortuna? Fue como confirmar que "existe algo que no vemos, pero que nos gobierna". Contemplar desde “allá arriba” el mundo "allá abajo", donde viven seres que no distingo desde aquí - mi trono encima de las nubes-, sacudió mi espíritu. Pero también lo hizo el Berlín Oriental de aquellos años, que con sus calles, transportes, comercios, vestir y andar de las personas y comidas -a pesar de todo lo que se decía sobre su pobreza en comparación con “el otro lado”-, hacía que me preguntara ¿cuál era la diferencia entre esa manera de vivir y el capitalismo tal y como yo me lo imaginaba a partir de la información y los conceptos que sobre él se amplificaban en La Isla?
Formar parte del grupo de creadores del ICAIC de entonces, me incluía entre los citados a "reunión con Alfredo en el 9no. Piso", donde estaba la apacible e iluminada biblioteca que cuidaba Ferrer -único y celoso guardián de una espléndida colección de textos sapienciales sobre arte y literatura-. El largo salón de paredes blancas, con ventanales desde donde se veía gran parte del Vedado y el mar, se cubría de sillas cuidadosamente alineadas con perfección de centuria romana frente a la mesa desde donde el orador nos regalaría su suave y profundo discurso. De las ocasiones en que asistí a estos encuentros para informarnos y ser orientados sobre asuntos "delicados" -entre ellos "tensiones" entre el ICAIC y el Ministerio de Cultura por diferendos de "competencias y atribuciones organizativas en el sector"-, recuerdo una en la que Guevara planteó como preocupación los cambios que estaban ocurriendo en el mercado de la cinematografía mundial por el desarrollo de nuevas tecnologías para efectos especiales. No puedo citar con exactitud lo que dijo al respecto, pero si mi "pequeño desconcierto" ante el tema. "¿Qué importancia o peligro podía implicar esto para nosotros, estupendos y lúcidos creadores?", pensé y no supe la respuesta hasta muchos años después. Pucheux -gurú del tema-, estaba junto a Alfredo y aportó algunos comentarios. Supongo que algo dijo sobre La Guerra de las Galaxia de George Lucas, que se había estrenado mundialmente hacia apenas un año. En fin, que el asunto me pareció más de agenda de intereses del Vaticano -trataba de avances en la creación de entelequias para expresar y gobernar el "mundo virtual"-, que de "cine e ideología", tal y como se producían en Cuba. Pero en todo caso nos enteramos de lo que estaba ocurriendo en nuestro sector "afuera", ese lugar que yo sólo conocía de oídas.
A Fraga también le preocupaban los progresos en otras partes del mundo, sobre todo en dramaturgia y escritura de guiones. Él mismo nos ofreció cursos en que explicaba las diferentes teorías de expertos y maestros de esas especialidades: Lawson, Sydfield, Lajos Egri, que después amplié por mi cuenta con Cucca, Swain, propuestas de Doc Comparato y modelos "actanciales", mezclando todo con la hermenéutica y las Leyes del Kibalión para explicarme la "dialéctica entre lo viejo y lo nuevo". ¡Tonterías!, tonterías con las que disfrutaban y se reían mis colegas en las sesiones de análisis y critica de los viernes en la salita del 5to. piso. De estas, recuerdo una en la que sólo dije: "Bueno, es mejor irse a casa porqué esto no se puede discutir." Jorge había seleccionado una vieja película de Bergman -1969-, que el director sueco realizó en 2 semanas aprovechando la paralización del rodaje de otra por mal tiempo para filmar en exteriores. El Rito cuenta el proceso penal que se sigue a tres actores a los que se les acusa por representar un espectáculo supuestamente indecente. La rebelión de ellos contra la autoridad se manifiesta al final, cuando los comediantes son obligados a interpretan la obra censurada ante el juez que -a solas con ellos y mientras observa el ritual sado-maso, con máscaras, bofetadas, símbolos fálicos…-, es incapaz de soportarlo y se desmaya por las convulsiones que le provoca contemplar la obra. Visto el filme hoy día, también provocaría estertores, pero de risa. Sin embargo aún escucho en mi memoria el silencio que se hizo entre mis compañeros creadores cuando, tras el "koniec" final, las luces iluminaron sus rostros que evitaban cruzar miradas mientras la mía reía recorriéndoles. La enorme verga inhiesta que la protagonista se ciñe como prótesis en la pelvis para iniciar su "menage a troi" con dos machos en la escena donde el censor pierde la consciencia, era "puesta en escena" demasiado complicada para aventurarme a explicar como yo creía que Bergmam uso la "metonimia y la metáfora" en este ejemplo de "nuevas tendencias realistas del cine". Ese día sentí por primera vez que el de la crisis no era yo. Y que el conocimiento y la intuición me amparaban, como al cieguito Zato Ichi -samurai errante sin amo-, del cual no dejaba de ver entonces ninguna de sus película cuando las estrenaban en los cines.
En la misma "salita de previstas", vimos aquel año La casa de Mario de Daniel Díaz Torres (entrevista a un campesino que colaboró con el Ejercito Rebelde desde los días de su nacimiento en la Sierra Maestra); Día tras día de Orlando Rojas (sobre el trabajo de los jóvenes en la reconstrucción del ferrocarril -uno de los Diez Mejores Cortometrajes del Año seleccionados por la critica); y el debut de Marisol Trujillo como realizadora con Lactancia y El sitio en que tan bien se está (la importancia de dar el pecho a los niños y una parábola poética sobre la importancia del entorno donde se habita tomando como referencia la bella Habana). El largometraje más esperado de año fue Los Sobrevivientes de Tomás Gutiérrez Alea (historia tragicómica de una familia burguesa que se atrinchera en su mansión para ignorar los cambios del país pues creen que pronto su vida volvería a ser como antes de La Revolución).
Y así fue pasando el año en que, tras mucha discusión sobre méritos de dos finalistas que quedamos entre los numerosos que solicitaban. me otorgaron un refrigerador por la sección sindical. Lo instalé en mi habitación del albergue de 26, frente a la pared donde estaba la estantería de mi biblioteca, construida con cajas de cartón de 25x25x1 cm para cintas magnéticas Agfa de 1/4, que rescaté de los desperdicios del Archivo de Bandas Sonoras. La colección completa de la revista Cine Cubano (el almacén donde guardaban los números más antiguos -muchos encuadernados en sólidos volúmenes-, estaba en el albergue), y otros mil libros que había acumulado hasta entonces - más la cama y una escuálida mesa con una silla-, completaban la decoración monástica de mi aposento. Un día, Saúl Yelín -director de Relaciones Internacionales-, fue a buscar a Isaac Ramírez -joven funcionario que trabajaba bajo sus órdenes y era mi compañero del cuarto aledaño-, entró, vio mi celda y exclamó: "Vaya, que organizadito tienes esto." Me sentí halagado. Él tenía el don de hacerte feliz cuando conversabas con él en alguna de las muchas lengua en que era capaz de hablar y entender.
Isaac fue parte de la delegación del ICAIC que asistió aquel año al Festival de Cine Documental de Leipzip. Y yo supe que iría antes que me lo comunicaran oficialmente porque él me lo anunció. En en su área de trabajo era donde se decidía quienes "viajarían" entre los propuestos. Elegido para tan grande estímulo, logré conocer, finalmente, aquella tienda de Gaelano donde compraban los que visitaban el extranjero como misioneros de Cuba y su Revolución. ¿Qué puedo decirles de esta experiencia conque cerraba mi año de buena fortuna? Fue como confirmar que "existe algo que no vemos, pero que nos gobierna". Contemplar desde “allá arriba” el mundo "allá abajo", donde viven seres que no distingo desde aquí - mi trono encima de las nubes-, sacudió mi espíritu. Pero también lo hizo el Berlín Oriental de aquellos años, que con sus calles, transportes, comercios, vestir y andar de las personas y comidas -a pesar de todo lo que se decía sobre su pobreza en comparación con “el otro lado”-, hacía que me preguntara ¿cuál era la diferencia entre esa manera de vivir y el capitalismo tal y como yo me lo imaginaba a partir de la información y los conceptos que sobre él se amplificaban en La Isla?
Nuestra delegación era amplia. Por el ICAIC (los directores Octavio Cortázar, Luis Felipe Bernaza, Oscar Valdés, Francisco Puñal -asistente de noticieros-, el fotógrafo Raúl Pérez Ureta, Cordero -técnico de cámara- Paco Prat -productor de dibujos animados-, Julio Eloy -un diseñador de carteles-, la esposa de Tuto -su auxiliar en el laboratorio donde el mago del blanco y negro hacía las 60 copias del noticiero que recorrían las 500 pantallas de La Isla), y Lolo -un auxiliar de escenografía que había hecho de su forma de trabajar algo sin lo cual no se podía hacer el cine de ficción, lo resolvía todo-; él y la singular y querida profesora de literatura de la Facultad de Artes y Letras Rosario Novoa, eran los dos seres más humanamente hermosos de nuestro grupo.
Por la Fílmica del Minfar (la joven realizadora Belkis Vega -acababa de hacer el documental Seremos como el Che-, el fotógrafo Ángel Alderete y Francisco Pérez -que tras intentar abrirse paso en el ICAIC fue llamado al Servicio Militar Obligatorio y pasó "a trabajar con los guardias" como me dijo 5 años antes cuando dejó el Archivo de Sonido que yo dirigía).
Entre las obras que Cuba presentó en el certamen, estaba 55 hermanos de Jesús Díaz (reportaje sobre el primr grupo de "cubanos de afuera" que venían a Cuba para "reencontrase con la patria"). Obtuvo una de las Palomas de Plata. Y yo me volvía loco leyendo títulos y sinopsis de más de 250 películas -de casi 50 países- para averiguar que valía la pena ver. Pero siempre me decidía por pasear por la ciudad y respirar el "mundo real", a pesar de no entender nada de lo que hablaban las personas en la calle. Pero aprendía mirando y el día y lugar donde mejor vi como funcionaban las "reglas del juego" de aquella cultura fue el segundo al atardecer, cuando de regreso al hotel y esperando el tranvía, Pérez Ureta lanzó al piso el papel que había envuelto lo que comió. De pronto, se acercó un policía que parecía un escaparate andante. Lo tocó por el hombro y cuando Raúl se viró -apenas le llegaba al pecho al vigilante-, siguió la línea del dedo índice del gigante que señalaba el papel que botó y observó como la falange se movía en dirección a un pequeño latón, cercano, para depositar basura. Sonrió como disculpándose y se agachó para recoger su pecado. El policía, suponiendo aceptada la obediencia, viró la espalda y echó a andar. Raúl, ya con el papel en mano quiso evitarse el viaje hasta el basurero y, con discreción, colocó ambas en la espalda y dejó caer de nuevo el bultico al suelo. ¡Creo que no olvidará nunca este momento entre todos los errores que habrá cometido en su vida! Segundos después -no sé de dónde salió-, la mano enorme del policía estaba aferrada al cuello del abrigo de Raúl y lo sostenía, casi en vilo, llevándolo hasta el cesto para indicarle, con la otra -tenía un palo corto en ella- que lo pusiera allí. Y así lo hizo nuestro compañero de delegación al que aún le quedó coraje y fuerza para volver a sonreír.
Alemania me pareció un lugar muy severo, pero me gustaba porque había orden y una represión aceptable que se percibía en el medio ambiente. Además, comida regular y sabrosa, al menos para mi paladar. El ambiente nocturno del hotel donde nos alojamos -a partir de medianoche cuando terminaban las proyecciones-, era fascinante y erótico. Los delegados se reunían para cantar y contar historias, intentar ligar a la exótica extranjera, llevarse a la cama al alegre latino o al apetitoso africano y en medio de todo ello hacer relaciones públicas y cerrar un trato de colaboración brindando con vino, ron, vodka, cerveza o hasta sake. Así fuimos invitados a participar en un simposio en Berlín sobre asuntos de juventud y relaciones intergeneracionales. Nos interesó solamente a Belkis, Alderete y a mi -el resto del grupo eligió Weimar-. Nuestro pequeño comando berlinés debía escribir una ponencia sobre el tema y nuestra experiencia cubana. Asumí el reto y pasé una noche entera en vela redactándola -me sentía como Carlos Marx creando el Manifiesto Comunista-. Y Engels encarnó en Belkis, con quien la revisé casi al amanecer intentado sostenerme sobre unas piernas que se doblaban, poco antes de entregarla para la traducción, que fue simultánea en la pequeña sala donde ven al delegado mongol de pie terminando la suya y a mi en la esquina de la mesa -frente a ella-, tratando de mantener con la mano mi cabeza sobre los hombros y no desmayarme de sueño con las muchas voces de aquel debate en el que no entendía el porqué le interesaba a los arios enterarse de lo que nosotros pensábamos.
Entre las obras que Cuba presentó en el certamen, estaba 55 hermanos de Jesús Díaz (reportaje sobre el primr grupo de "cubanos de afuera" que venían a Cuba para "reencontrase con la patria"). Obtuvo una de las Palomas de Plata. Y yo me volvía loco leyendo títulos y sinopsis de más de 250 películas -de casi 50 países- para averiguar que valía la pena ver. Pero siempre me decidía por pasear por la ciudad y respirar el "mundo real", a pesar de no entender nada de lo que hablaban las personas en la calle. Pero aprendía mirando y el día y lugar donde mejor vi como funcionaban las "reglas del juego" de aquella cultura fue el segundo al atardecer, cuando de regreso al hotel y esperando el tranvía, Pérez Ureta lanzó al piso el papel que había envuelto lo que comió. De pronto, se acercó un policía que parecía un escaparate andante. Lo tocó por el hombro y cuando Raúl se viró -apenas le llegaba al pecho al vigilante-, siguió la línea del dedo índice del gigante que señalaba el papel que botó y observó como la falange se movía en dirección a un pequeño latón, cercano, para depositar basura. Sonrió como disculpándose y se agachó para recoger su pecado. El policía, suponiendo aceptada la obediencia, viró la espalda y echó a andar. Raúl, ya con el papel en mano quiso evitarse el viaje hasta el basurero y, con discreción, colocó ambas en la espalda y dejó caer de nuevo el bultico al suelo. ¡Creo que no olvidará nunca este momento entre todos los errores que habrá cometido en su vida! Segundos después -no sé de dónde salió-, la mano enorme del policía estaba aferrada al cuello del abrigo de Raúl y lo sostenía, casi en vilo, llevándolo hasta el cesto para indicarle, con la otra -tenía un palo corto en ella- que lo pusiera allí. Y así lo hizo nuestro compañero de delegación al que aún le quedó coraje y fuerza para volver a sonreír.
Alemania me pareció un lugar muy severo, pero me gustaba porque había orden y una represión aceptable que se percibía en el medio ambiente. Además, comida regular y sabrosa, al menos para mi paladar. El ambiente nocturno del hotel donde nos alojamos -a partir de medianoche cuando terminaban las proyecciones-, era fascinante y erótico. Los delegados se reunían para cantar y contar historias, intentar ligar a la exótica extranjera, llevarse a la cama al alegre latino o al apetitoso africano y en medio de todo ello hacer relaciones públicas y cerrar un trato de colaboración brindando con vino, ron, vodka, cerveza o hasta sake. Así fuimos invitados a participar en un simposio en Berlín sobre asuntos de juventud y relaciones intergeneracionales. Nos interesó solamente a Belkis, Alderete y a mi -el resto del grupo eligió Weimar-. Nuestro pequeño comando berlinés debía escribir una ponencia sobre el tema y nuestra experiencia cubana. Asumí el reto y pasé una noche entera en vela redactándola -me sentía como Carlos Marx creando el Manifiesto Comunista-. Y Engels encarnó en Belkis, con quien la revisé casi al amanecer intentado sostenerme sobre unas piernas que se doblaban, poco antes de entregarla para la traducción, que fue simultánea en la pequeña sala donde ven al delegado mongol de pie terminando la suya y a mi en la esquina de la mesa -frente a ella-, tratando de mantener con la mano mi cabeza sobre los hombros y no desmayarme de sueño con las muchas voces de aquel debate en el que no entendía el porqué le interesaba a los arios enterarse de lo que nosotros pensábamos.
Cuando regresamos a Cuba y revelamos las fotos, en una de ellas que entregué a mi hija, al dorso, escribí lo siguiente:
XI /78
Esto es un parque en Leipzit. Así se llama esta ciudad de la República Democrática Alemana (pues acuérdate que hay dos Alemanias). Esta ciudad es muy antigua, casi del siglo XIII D.N.E. Imagínate que Colón no había llegado a descubrir América todavía. Esa casa grande que ves al fondo, es una iglesia. Se llama Iglesia de Santo Tomás. En ella está enterrado un músico alemán muy famoso. Ese músico fue Juan Sebastian Bach. Compuso piezas musicales que todavía y por mucho tiempo, harán disfrutar a los seres humanos. Ojalá que tú puedas hacer cosas en la vida que puedan dar felicidad a muchos. Eso te hará feliz. A mi también. En eso pensaba cuando tiraron la foto.
Te quiere
Lázaro papá.
LB
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