El primer año de vida militar llegó a hacerme creer que estaba en el mejor de los mundos posibles. Todo se hacia de acuerdo a un orden y un plan. Se improvisaba apenas lo necesario para corregir las desviaciones del azar. Y tenía una oferta tentadora: "...si juras por 25 años, serás soldado regular con 127.00 pesos de sueldo y todo lo demás, saldrás de pase todos los días -si no hay acuartelamiento-, y lo mejor, los ascensos, puedes llegar hasta comandante...", me decía "Malanga", el cabo que atendía cuestiones de transporte. Blanco madurito -quizá 40-, de barrio popular de La Habana: El Cerro. Le gustaban las negras y le "fajaba" a María, la oficinista de Retaguardia. Linda y simpática mujer con la que se casó en mi último año en las FAR.
Pero en el segundo y tercer todo cambió. El mundo más allá de Cuba, parecía estallar en 1966 y 1967. Olas de focos guerrilleros por todas partes. Las creíamos consecuencia de la despedida de aquel comandante con el que coincidí en dos ocasiones y al que otras tierras del mundo reclamaron el concurso de sus modestos esfuerzos, como dejó dicho a su compañero de lucha en la carta de despedida que a tantos emocionó cuando fue leída en la asamblea de creación del PCC dos años antes de que lo mataran en Bolivia. Las alertas de combate comenzaron a ser más frecuentes, mermando mis descansos en casa y la posibilidad de ver amigos y novias. Aunque ahora estaba más cómodo porque mi unidad, convertida en apoyo de la aviación agrícola, fue trasladada a Columbia. Con lo cual me encontraba a sólo 40 minutos de mi barrio en la 79, una de las rutas de ómnibus que tenía paradero en la Terminal de Marianao. Pero la felicidad nunca es completa.
El nuevo Jefe de Operaciones -un teniente piloto, de origen oriental, que se sumó al Ejercito Rebelde en los últimos meses de lucha contra el antiguo Ejército Constitucional-, preguntó un día "¿Porque Buría se va de pase diariamente." Y Massip -ahora subordinado a él-, le explicó: "...estudia y cuando termina las clases duerme en su casa que está cerca..." Yo intentaba obtener mi diploma de bachillerato. "¿Pero él es del S.M.O. o enganchado?", indagó Bles (yo no usaba el distintivo que identificaba a los del S.M.O.) Y cuando supo que era "recluta", ordenó que tenía que dormir todos los días en la unidad y salir cada 15 días. Su decisión destrozó mi equilibrio -¡yo hacia todo el trabajo de operaciones, incluso parte del que debía hacer él, que salía todos los días y temprano!-. Fui a parar a psiquiatría del Hospital Militar, donde no quise quedar ingresado cuando me llevaron al pabellón G y vi a los que estaban en tratamiento. Me fui a casa y me rapé como un monje budista.
Una semana después volví al cuartel. Intenté explicar a Bles qué pasaba y mostré el papel del diagnóstico. Sin leerlo, me dijo "... eres un habanerito desertor y te voy a hacer Consejo Militar..." Exploté: "...si sigues hablando mierda cojo la metralleta y te caigo a tiros cojones..." La gritería terminó ante el Jefe de Estado Mayor -primer teniente Bermudez, guajiro corpulento y combatiente de la sierra-, que me retó: " ...tú lo que necesitas es pasar un tiempo en una unidad de tanques en los montes de Pinar del Río..." Y sin titubear dije: "¿Cuando me voy?" Entendió de inmediato el conflicto y tranquilo propuso: "Habla con Calixto -Jefe de Retaguardia y el militar más honesto e inteligente que he conocido- y dile que te vas a trabajar con él." Al siguiente día estaba sentado en un buró al lado de María, preparándole a "Malanga" los gráficos de mantenimiento del parque de vehículos. Con él aprendí a manejar jeeps y camiones en los taxiways y pistas del aeropuerto, donde un día casi choco con un avión que venía aterrizando, uno de los Ming 15 comprados a la U.R.R.S.
No hice la zafra del último año, como debían hacer los que "cumplían el servicio". En la reunión de jefaturas para calcular "bajas" y planificar "altas" de sustitución de la fuerza de trabajo, Calixto me calificó de "imprescindible" hasta que me licenciaran. Cuando comenzó el análisis -yo era el único recluta presente-, un "viejo combatiente" preguntó: "¿qué podríamos hacer para que los muchachos nuevos se queden con nosotros?". Y Calixto, que además era Secretario General del Partido de la Unidad, le contestó sonriendo: "Pregúntale a Buría, él te puede decir porqué no se quedan."
Pero en el segundo y tercer todo cambió. El mundo más allá de Cuba, parecía estallar en 1966 y 1967. Olas de focos guerrilleros por todas partes. Las creíamos consecuencia de la despedida de aquel comandante con el que coincidí en dos ocasiones y al que otras tierras del mundo reclamaron el concurso de sus modestos esfuerzos, como dejó dicho a su compañero de lucha en la carta de despedida que a tantos emocionó cuando fue leída en la asamblea de creación del PCC dos años antes de que lo mataran en Bolivia. Las alertas de combate comenzaron a ser más frecuentes, mermando mis descansos en casa y la posibilidad de ver amigos y novias. Aunque ahora estaba más cómodo porque mi unidad, convertida en apoyo de la aviación agrícola, fue trasladada a Columbia. Con lo cual me encontraba a sólo 40 minutos de mi barrio en la 79, una de las rutas de ómnibus que tenía paradero en la Terminal de Marianao. Pero la felicidad nunca es completa.
El nuevo Jefe de Operaciones -un teniente piloto, de origen oriental, que se sumó al Ejercito Rebelde en los últimos meses de lucha contra el antiguo Ejército Constitucional-, preguntó un día "¿Porque Buría se va de pase diariamente." Y Massip -ahora subordinado a él-, le explicó: "...estudia y cuando termina las clases duerme en su casa que está cerca..." Yo intentaba obtener mi diploma de bachillerato. "¿Pero él es del S.M.O. o enganchado?", indagó Bles (yo no usaba el distintivo que identificaba a los del S.M.O.) Y cuando supo que era "recluta", ordenó que tenía que dormir todos los días en la unidad y salir cada 15 días. Su decisión destrozó mi equilibrio -¡yo hacia todo el trabajo de operaciones, incluso parte del que debía hacer él, que salía todos los días y temprano!-. Fui a parar a psiquiatría del Hospital Militar, donde no quise quedar ingresado cuando me llevaron al pabellón G y vi a los que estaban en tratamiento. Me fui a casa y me rapé como un monje budista.
Una semana después volví al cuartel. Intenté explicar a Bles qué pasaba y mostré el papel del diagnóstico. Sin leerlo, me dijo "... eres un habanerito desertor y te voy a hacer Consejo Militar..." Exploté: "...si sigues hablando mierda cojo la metralleta y te caigo a tiros cojones..." La gritería terminó ante el Jefe de Estado Mayor -primer teniente Bermudez, guajiro corpulento y combatiente de la sierra-, que me retó: " ...tú lo que necesitas es pasar un tiempo en una unidad de tanques en los montes de Pinar del Río..." Y sin titubear dije: "¿Cuando me voy?" Entendió de inmediato el conflicto y tranquilo propuso: "Habla con Calixto -Jefe de Retaguardia y el militar más honesto e inteligente que he conocido- y dile que te vas a trabajar con él." Al siguiente día estaba sentado en un buró al lado de María, preparándole a "Malanga" los gráficos de mantenimiento del parque de vehículos. Con él aprendí a manejar jeeps y camiones en los taxiways y pistas del aeropuerto, donde un día casi choco con un avión que venía aterrizando, uno de los Ming 15 comprados a la U.R.R.S.
No hice la zafra del último año, como debían hacer los que "cumplían el servicio". En la reunión de jefaturas para calcular "bajas" y planificar "altas" de sustitución de la fuerza de trabajo, Calixto me calificó de "imprescindible" hasta que me licenciaran. Cuando comenzó el análisis -yo era el único recluta presente-, un "viejo combatiente" preguntó: "¿qué podríamos hacer para que los muchachos nuevos se queden con nosotros?". Y Calixto, que además era Secretario General del Partido de la Unidad, le contestó sonriendo: "Pregúntale a Buría, él te puede decir porqué no se quedan."
LB
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