viernes, 5 de octubre de 2007

Psicoterapia económica

El economista era tío Fernando. Tenía título de contador público y larga experiencia con comerciantes judíos de calle Muralla. Desde finales de 1959 vaticinó que La Isla navegaba hacia El Comunismo. Yo le escuchaba en las tertulias de familia, impregnadas del tono exaltado y polémico que caracteriza nuestra identidad -yo no sabía qué era eso-. Siempre pedía calma y tiempo para explicarse. Prima Nenita -su hija-, fue la primera en "irse al norte" para salvarse de "lo que vendría". Y mis deseos de adolescente priorizaron "ir para allá también" para convertirme en el simpático y hábil "dealer" de La Vegas que soñaba ser (jugando a las cartas con los amigos era el mejor). Pero mi utopía debía esperar que mi prima enviara un "money order" por 25.00 dólares para pagar el pasaje. Ella -2 años mayor-, nunca lo hizo. Cuando tuvo esa cantidad reunida compró un perrito que le gustaba. Su decisión, cambio mi destino. Cuando lo supe -tras varios meses de agónica espera-, decidí "quedarme" -tampoco sabía qué significa eso-. Me levanté y busqué trabajo. Lo encontré en el barrio más antiguo de la ciudad, un “país" llamado Habana Vieja, Comenzó mi segunda emigración. Aprendí a "ir en guagua" -bus- diariamente hasta donde pasaba 8 horas para ganar un salario mensual de 127.00 pesos -digno entonces-. Mis estudios inconclusos de “comercio" -3 años-, me permitieron ocupar un puesto de Auxiliar de Métodos y Sistemas en una empresa consolidada de las que creó La Revolución con las expropiaciones y recuperación de lo que estaba en manos extranjeras -o no-, pero decían que "era nuestro". El Ministerio de Industrias -órgano superior de "mi empresa"-, lo gobernaba la misma persona que dirigía la Fortaleza de la Cabaña cuando 3 años antes mi tropa de boyscout se avitualló con excelentes medios: Guevara. Y ahora volví a coincidir con él, pero como su jefe. Se sumó como trabajador voluntario al conteo de almacén diseñado por mi para una de las 12 fábricas metalúrgicas donde yo debía organizar el "control de los inventarios". Le asigné la tarea de medir y anotar, cuidadosamente, las existencias de cabilla corrugada.

Las nuevas relaciones humanas y oportunidades que tenía ante mi gracias al trabajo, no vencieron de inmediato mis viejos sueños, ni siquiera cuando, ascendido, fui nombrarón Responsable de la Sección de Importaciones, cargo con secretaria y 3 subordinados para controlar un plan de 19 millones de dólares. Yo tenía un año menos que la cifra y mi cabeza debía compartir esa responsabilidad con una vocación por la pintura y la escultura, además de dejar espacio a clases de alemán que -según yo creía- me dejarían leer El Capital en la lengua original que fue escrito.

Por supuesto, exploté. Y fui ver un psicólogo privado. Bello consultorio en Nuevo Vedado. Larga entrevista sobre mis crisis. Pruebas con figuras y preguntas extrañas. En fin, una hora hablando con alguien que me entendía. "Su caso es interesante", concluyó. Y recetó: "Necesitas 2 sesiones semanales de terapia durante varios meses". Finalmente, me invitó a ver a su ayudante para asignar los turnos y pagar la consulta. Con amable sonrisa, ella dijo: "Son 20.00 pesos por esta y por cada una de las próximas sesiones." Me dio un papel con las citas y comencé a calcular. ¡160.00 pesos al mes! Inmediatamente supe que, allí, mi enfermedad era incurable.

Al siguiente día llegué a mi oficina y un activista sindical pasó preguntando quién quería apuntarse para ir a cortar caña a un "país" llamado Camagüey. Y, sin pensarlo, me anoté. 72 horas más tarde estaba en un tren, lleno de rudos metalúrgicos que comenzaron a protestar cuando tras 12 horas de viaje la locomotora se detuvo -habíamos llegado al fin de la vía férrea- y vimos ante nosotros los sembrados interminables del central Violeta en Mamanantuabo. Bajamos y miré a mi alrededor. A unos metros de los vagones, descubrí las pequeñas pirámides de guano de varios varaentierra. Y saliendo de ellas a macheteros con largas melenas y barbas, vestidos con pantalones a media pierna y camisas rústicas de tela arpillera, tiznada por el hollín de las quemas de cañaverales. Venían a recibirnos. Entonces pensé: "...acabo de llegar a la pre-historia, estoy curado..."

Allí tumbé mis primeras cañas y cargué a mano en carretas -como la que se ve en la foto-, las 500 arrobas de la norma diaria por machetero, hasta que llegó el telegrama que me ordenaba volver a La Habana para incorporarme al Servicio Militar Obligatorio.

LB

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