martes, 23 de octubre de 2007

3 años, 2 meses y 18 días (1ra. parte)

En total, 809 amaneceres. El salario mensual como recluta del S.M.O. era de 7.00 pesos. O sea, que durante toda mi permanencia en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, gané 182.00 pesos cubanos de aquella época -1965/1968-. Además de la asignación anual de los 2 uniformes con su gorra, un par de botas -rusas, ¡magníficas!-, 2 mudas de ropa interior -calzoncillos y camisetas, verde olivo, con su correspondientes pares de medias-. Y los desayunos, almuerzos y comidas en la Unidad Militar, con excepción de los días de pasé, que durante el primer año -en mi caso- consistieron en 36 horas de fin de semana cada 2. ¡Ah!, y alojamiento en el cuartel: una de las dos camas de que se componían las literas con su sábana y almohada. Y la taquilla -rectángulo cúbico de 30x80x40 cm- con llave para guardar propiedades. Jabón y pasta de dientes.

Tuve mucha suerte pues al final de los 45 días de entrenamiento, cuando “los jefes" fueron a separar soldados para cubrir las necesidades de personal de sus unidades militares, fui incluido en un selecto grupo de 8 reclutas que ya conocían su futuro gracias a “la gestión” de padres, parientes o amigos, para que se les ubicara "cerca de La Habana" y en "trabajos de oficina". Zanetti me "cantó la letra” y dijo quienes de nuestra compañía serían. Hice amistad con algunos de ellos para intentar saber más del asunto, pero ni ellos sabían cómo sería. Lo supe cuando, ya parados en formación para que los jefes escogieran, vi como uno de ellos -el que había optado por los elegidos-, continuaba mirando y preguntando a los reclutas que le llamaban la atención. Y cuando comenzó a acercarse a mi fila, recé para que se detuviera ante mi y se interesara por lo qué yo sabía hacer. Pero pasó de largo. Entonces le seguí con el rabillo del ojo y pensé: "...¡vuelve, coño, y dime algo...!" Y lo hizo. No me dejó terminar de decir todo de lo que yo era capaz. "...ponte allí, con aquel grupo ..." Zanetti me miró y sonrió. ¡Era el octavo!

Nos llevaron a las oficinas de la DAAFAR (Defensa Aérea y Antiaérea), cuyo Estado Mayor era la Unidad 1091, que estaba en el antiguo campamento de Columbia en La Habana -el dictador derrocado, Batista, dirigió el golpe de estado que lo había llevado al poder 13 años antes desde allí-. Después de un mes de trabajo en el Departamento de Personal, me trasladaron a la Unidad 1993 -la Base de Helicópteros de Baracoa, a 19 kilómetros de la ciudad- y me convertí en ayudante de la Sección de Operaciones, que dirigía un subteniente -no era "viejo rebelde"-, de apellido Massip, pariente de un conocido geógrafo cubano.

En aquel aeropuerto -construido poco antes del triunfo de la revolución-, cultivé una excelente relación con mi nuevo jefe durante más de un año. Se llamaba Salvador y tenía apenas 7 u 8 años más que yo. Ambos éramos entusiastas del conocimiento, cualquiera que fuera. Me hice especialista en "defensa antiquímica", planchetista -el que anota los movimientos de tropas y medios en pizarras del puesto de mando-, diseñé planes de preparación combativa, dislocación militar y otras modalidades de tácticas y estratégicas. Estudiabamos cuál sería el punto más probable de un ataque nuclear a La Isla y qué hacer en caso de que sucediera. En una de las operación de entrenamiento con medios reales -cientos de soldados, decenas de transportes y piezas de artillería ligera-, cortamos el tráfico de la carretera central para facilitar el movimiento de nuestro pequeño ejército. Y apenas pasada una hora, llamaron desde JUCEPLAN -Junta Central de Planificación- para saber qué carajo sucedía porque por entonces se perdían millones de pesos por minuto si no se podía circular por esa vía, construida casi 50 años antes.

En fin, que la crisis que me supuso el cambio a la vida militar, fue atenuándose gracias a las numerosas noches que pasaba en vela -tomábamos anfetaminas- aprendiendo “El Arte de La Guerra”, tocando campanas o haciendo sonar sirenas que despertaban a “nuevos reclutas” y "viejos rebeldes" -dormidos en sus confortables colchonetas-, para avisarles de que debían entrar en combate, aunque no fuese real, pues esa era la mejor forma de mantener “la disposición combativa” para rechazar al enemigo.

Y mientras corrían fusil en mano, aún ciñéndose cananas y mochilas en medio de la oscura madrugada, yo escuchaba sus voces decir: "... hasta cuando esos dos locos de operaciones nos van a seguir jodiendo el sueño ..."

LB

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