martes, 4 de diciembre de 2007

Conciencia y Ciencia

Nunca me ha gustado ser parte de una élite -de cualquier tipo que sea-. Y si con alguna me sentí identificado en aquellos 70, fue la del proletariado. No lo he mencionado antes, pero mi primer salario fue 1 peso semanal. Lo ganaba en el taller de fundición propiedad de la familia de mi tío político, Diego Vizcón. Allí vi, por primera vez, como el metal se hacia líquido y se adaptaba a la forma de un molde hecho de arena. Por eso sentía orgullo -no ha desaparecido-, cuando dije “...a los 12 años ya yo era metalúrgico”. De esta y otras precoces aventuras laborales daba noticia al dúo de militantes de la UJC que me procesaba para entrar en las filas de esa organización. También informé de mis frustradas aspiraciones de adolescente: "...ir al norte y ser dealer en Las Vegas". En fin, hice biografía totalmente transparente y la redacté mediante estilo donde el narrador en primera persona se transformaba, progresivamente, en tercera del plural hasta que "nosotros" protagonizaba el final de la confesión. Cuando la leí en voz alta durante la reunión de análisis y discusión de mi caso -rodeado de militantes que examinaron mi perfil de ser social-, gustó mucho y me sentí reconocido literariamente hasta que uno -Daniel- preguntó: "¿pero cuándo exactamente empezaste a ser revolucionario?" Y comenzó el debate.

Yo no sabía aún que los humanos se dividen en dos grupos: los que entienden y los que no. La diferencia no es de inteligencia sino de "ajustes de cuentas con uno mismo”. Yo había saldado las mías con el pasado y -aceptado y pagado "mis errores"- me incluía entre los primeros, creía que era el único grupo posible. Y tranquilo, me concentraba en el presente para alcanzar mis metas personales -¿porqué no decirlo?-, sociales y económicas. Las políticas siempre las he estimado menos. Los que no aceptaban mi explicación de "... fue un proceso ..." e insistían en precisar día, hora y suceso que cambió mi forma de pensar de repente, son los que pertenecen al segundo grupo. Me fui dando cuenta años después y lo vivido hasta hoy me lo ha confirmado. No están en paz con su pasado. Las razones pueden ir desde la mentira inocente que usaron por ignorancia o a la que se sumaron para obtener "algo”, hasta sentirse culpables de "pecados jurídicos" vinculados a dinero y/o sangre que cometieron amparados en una razón que ya no se sostiene y por los cuales no han rendido cuentas, pero les hace vivir en la zozobra de que puede ocurrir algún día.

Aquel año, el joven Manuel Pérez Paredes -apenas 7 mayor que yo-, hizo El hombre de Maisinicú, película que gustó a muchos y a mi también. Pero el slogan, martiano, que el filme popularizó ("...en silencio a tenido que ser ..." -se refería a los preparativos de la Guerra de 1895 para librar a Cuba del colonialismo español-), no me atraía demasiado dada mi vocación por "la transparencia". Aunque entendía su utilidad para asuntos de "inteligencia y contrainteligencia" -es regla universal-, que era el contexto específico de la historia que narraba el filme. Mi precaución ante tal “norma de seguridad” nacía de que se entendiera más allá de los límites de aquellos aspectos del trabajo del Ministerio del Interior relacionados con "espionaje y penetración". Esta duda -y otras- comerciaban en mi cabeza, mientras rechazaba o compraba ideas de manuales para explicar "...la dictadura del proletariado ...", o poéticas para ensanchar su humanismo: "...el hombre se hizo siempre de todo material, de villas señoriales y de barrio marginal ..." La materia de mis clases universitarias -opté por Licenciatura en Estudios Cubanos-, no alcanzaba para entender y explicar totalmente el Caos Organizado que vivíamos.

En el último año de carrera, me inscribí -en la Facultad de Ciencias- a un seminario de "Matemáticas aplicadas a la Ciencias Sociales" -servía como curriculum de postgrado-. Haciéndolo, cuestionaba -ante mis compañeros de Facultad- la ideología de "escritor y/o artista" que yo debía profesar como alumno de Letras. Pero fue gracias a esa desviación que adquirí conocimientos -directo de sus voces- de profesores como Juan Pérez de la Riva -sociólogo y demógrafo excepcional-, Manuel Moreno Fraginals -tan ingenioso para describir Cuba enfrentando cifras y creencias populares-, y de otros sabios que me confirmaron lo importante que era mi interés natural por las estadísticas, las ecuaciones y la ciencia. Faltaban pocos meses para el Primer Congreso del Partido Comunista y yo era ya joven comunista pues los militantes del ICAIC finalmente vieron en mi agnosticismo no defecto -como hicieron los del ICRT-, sino virtud.

Recuerdo el verano de 1975 como "Mi Personal Época de Renacimiento" –cada cual tiene la suya-. Estaba a punto de terminar "mi telescopio" para escrutar el cielo y probar lo que intuía -con argumentos “contables” de Letras, Números y Cine-: "...no somos el centro, porque nos movemos..." Pensaba decirlo en voz baja pues sentía temor de ser reprimido por el merodeo de una autoridad -ideológica- y una oposición -culta- tan grandes que daban miedo. Yo soñaba con calzar las sandalias de Andrei, pintor de iconos que encontró -llorando desconcertado y solitario en la llanura desierta- al joven aprendiz metalúrgico que dirigió la construcción de la campana nueva para despertar al pueblo cuando los mayores olvidaron cómo hacerla -su padre nunca le enseñó los secretos del oficio antes de morir-.

De aquel tiempo es la foto. Estamos en la entrada de la Biblioteca Nacional. Ella es Maritza, también de Letras. Hoy reside en Miami.

LB

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