sábado, 29 de diciembre de 2007

Ideología, arte y ajedrez.

Nitzschke nunca olvidará mi eficiente trabajo como asistente de dirección de su película y recordará, sobre todo, el día que nos apeábamos de un vehículo y cerré la puerta de los asientos traseros sin percatarme que él -para completar su salida desde los delanteros- aún agarraba con su mano derecha la columna de la ventanilla donde ella encajó. Sus dedos -aplastados entre los perfiles metálicos-, le hicieron enmudecer hasta que me volví y, sin entender aún qué pasaba, encontré su rostro enrojecido. Antes de abrir la puerta para liberarlo, escuché como se lamentaba en voz baja: “...Scheiße! ... Scheiße¡ ...” (¡mierda ...mierda). Su educación aria le impedía gritar el dolor. No fue lo mismo en el caso de su traductor, quien tras 2 semanas de agotadoras filmaciones, decidió encerrarse en la habitación con la bella novia cubana que le visitaba donde nos alojamos -hotel Costa del Sur, recién inaugurado-. "¡Vayan al carajo con la película!", “¡Déjenme descansar!” gritaba en alemán o en su español gutural cada vez que intentábamos hacerle razonar para que regresara al trabajo. 2 días después, apareció. Completamente relajado tomado de la mano de su medicina para el stress laboral.

En marzo de este año 1976 -la foto fue tomada un mes antes-, conocí a la mujer que me acompaña hace más de tres décadas. Fue al atardecer, cuando ambos regresábamos a casa después del trabajo en un ómnibus de la ruta 27. Tenía apenas 20 años y una hija de 2. Era secretaria en una empresa de grúas del Ministerio de la Construcción. La dije que, si queríamos entendernos plenamente, debía conocer cómo era mi oficio y propuse -estimé que tenía "madera" para el cine- que se trasladará al ICAIC. Yo estaba entonces enfrascado en problemas de vivienda -la de mi madre, mi hija y su madre-. Y ante la imposibilidad de "ganar" una nueva de las que se edificaban por el “plan de microbrigadas” (había que tener muchos méritos laborales, participación social y vida política para que "te tocara" pues la oferta era tan insuficiente que sólo satisfacía una pequeñísima parte de las muchísimas solicitudes), había decidido reconstruir el cuarto donde ellas vivían. Dibujé planos, tramité permisos, encontré un viejo albañil -más de 80 años- que nos ayudaría aceptando el pago del poco dinero de que disponíamos, mi madre, Pedro -su esposo, 17 años más joven que ella-, y yo. Y se presentó la oportunidad de comenzar la obra cuando la Dirección de Arquitectura Municipal decidió demoler y reconstruir el enorme muro y su cimiento que sostenía -sobre la parte más baja de la ladera de la loma donde se apoyaba- la enorme casona colonial en la que estaba nuestro cuarto (el 95 % de la vieja mansión la ocupaban por dos familias: una que disfrutaba del 90% -los propietarios- y otra el 5% -en alquiler-, como mi familia. Si no lo hacían, el inmueble corría el peligro de venirse abajo arrastrando en su caída al edificio colindante. Fue la obra de remodelación civil más costosa del municipio ese año.

La madera del encofrado para crear una segunda planta en el cuarto -el puntal alto del techo lo permitía-, la obtuvimos desclavando y reutilizando la usada por la brigada estatal para fundir el nuevo muro. Los operarios del gobierno renunciaron a hacerlo porque decían era muy engorroso y no valía la pena emplear tiempo en ello pues tenían otras prioridades. Nos beneficiamos también de cemento, arena, recebo y bloques que sobraron y no volvieron a recoger. El resto de los materiales lo obtuvimos por “asignaciones del municipio" -sujetas a “disponibilidad de inventarios” y siempre tardías -, en el mercado negro y con “los amigos”. Terminar los 60 metros cuadrados de superficie habitable de la "nueva casa" (un duplex con 1 sala, 1 baño, 1 cocina y 2 cuartos) nos tomó casi 18 meses. Tomamos 1200 centímetros -también cuadrados-del enorme patio trasero tras mucha y ardua negociación con vecinos de la derecha, los dueños, y de la izquierda, en renta. Y me quedé con un solo problema de vivienda: el mío.

Este año debió comenzar mi carrera como "director de cine". Pero en el destino -no importa que tengas un plan-, influyen multitud de factores, entre los que están el carácter, cualidades y limitaciones que otorga la naturaleza a nuestro ser y al de quienes nos rodean. Por esto, quizá, no entendí correctamente qué se esperaba de mi cuando Jorge Fraga -director de Programación Artística del ICAIC en ese momento- me comunicó que me había elegido para hacer un documental sobre el Ejército Juvenil del Trabajo -la EJT, cuerpo de las FAR dedicado a tareas productivas, esencialmente agrícolas-.

Recuerdo que estudié la información sobre el tema y presenté un guión cuyo tratamiento era, esencialmente, de ficción. Fraga me hizo saber, mediante carta, las razones porque consideraba que no era un "abordaje correcto" del asunto. Breve, en una página. Y respondí con 25 -también escritas a máquina-, donde expliqué porqué sus argumentos para rechazar mi proyecto estaban equivocados y eran falsos. Él, sabio -mucho aprendí de sus clases sobre guiones y dramaturgia-, no respondió. Pero me comunicó que la realización de la obra se posponía. Lo cual me regaló tiempo para dedicar a las tareas de construcción hasta que volvió a citarme. Ahora para ofrecerme realizar un "spot" (no le decían así, aunque fuese lo mismo, para evitar parentescos con “la publicidad", considerada “un arma del enemigo” según ideas al uso), en conmemoración de La Revolución de Octubre.

El ICAIC colaboraba con el ICRT -radio y televisión- y el DOR (Departamento de Orientación Revolucionaria del PCC), en la producción de "cuñas divulgativas", que debían ceñir su guión a los "pies forzados" de enunciados predeterminados para cada tema o asunto. Durante este trabajo entré en contacto con una parte de la mecánica de producción ideológica "directa" del Partido -en la que 10 años después incursioné de nuevo, pero en temas más “delicados y complejos”-. Y tuve mi primer intercambio "ideo-estético" con funcionarios de las 3 instituciones implicadas en el proceso. La mezcla de ideología, arte y ajedrez que imaginé para crear “la pequeña obra”, me permitió descubrí que la censura en la producción de mensajes en Cuba se alimentaba no solamente de "directrices de la cúpula del poder", sino también de la forma en que cada funcionario las asumía según su cultura, nivel de conocimiento sobre los “medios” y precauciones personales para no perder el empleo. Me parecía normal.

Realicé el "spot" con piezas de ajedrez sobre un tablero, que Iván Nápoles -el imprescindible camarógrafo de Santiago Álvarez- filmó magistralmente con lentes macros, una arriflex y negativo B/N de 35 mm . La idea era simple: “los peones son quienes vencen al Rey”. ¡Nada de torres, alfiles, caballos o reinas! La “masa de obreros” atacaba, mientras yo lanzaba bocanadas de humo de mi cigarrillo -siempre he fumado “tabaco negro”- sobre el escenario para simular la guerra. Lo demás lo hizo "la truca" -aquel artefacto mastodóntico con que se creaban los "efectos especiales" del cine de entonces-, combinando consignas gráficas combativas, rostros de muertos famosos y banderas. Finalmente agregué música lírica.

Cuando Fraga y el funcionario de la televisión lo vieron, no estaban seguros que "...los del DOR, entendieran qué quería decir lo que hiciste..." Dudaban. Les convencí para que me dejaran mostrarlo a “los de arriba”. Gustó mucho y se trasmitió -"es algo diferente", oí decir a alguno-. Estábamos en el último trimestre de 1976, en medio de la consternación nacional por el sabotaje a un avión que despegaba de Barbados rumbo a Cuba -murieron, 57 cubanos, 11 guyaneses y 5 coreanos-, y durante aquellos meses escuchamos una y otra vez -por radio, televisión y en noticieros de cine, la voz de uno de los pilotos advirtiendo a su compañero qué hacer antes de perderse la comunicación con la torre de control y caer al mar-:

- ¡Eso es peor, pégate al agua, Fello, pégate al agua!

LB

jueves, 20 de diciembre de 2007

La estructura ausente

Para ser exacto, mi primer contacto con el "núcleo duro" del cine ocurrió en la pre-filmación de un filme alemán que necesitaba rodar parte de sus escenas en Cuba, aprovechando la semejanza de sus paisajes con otra isla del Caribe: Jamaica. Das Licht auf dem Galgen (Una luz sobre la horca) la dirigía Helmut Nitzschke, a quien me presentaron pocas horas después de que fuesen a buscarme a una de mis últimas clases -era de filosofía- en la Escuela de Letras. Debía sumarme al grupo de dirección del filme que estaba ya en Trinidad – la ciudad colonial mejor conservada del país- buscando localizaciones.

Tras 5 horas de viaje en Volga, me senté a la mesa donde cineastas de la RDA compartía cena con colegas cubanos en el hotel Las Cuevas. Mi régimen de comidas habían sido tan severo e inestable en los últimos 5 años (por la paulatina degradación de la oferta gastronómica en mis entornos habaneros y la manera en que yo vivía para alcanzar mis objetivos), que cuando vi a los comensales europeos declinar el bisteck de jamón que ofrecía el menú, pregunté si podía comerlos yo. Sumé 4, más la mitad que dejó Humberto Hernández. Arroz, yuca, ensalada, panes y refrescos. Un banquete pantagruélico. A todos causó gracía mi avidés alimentaría, gracias a la cual estuve despierto hasta las 4 de la madrugada leyendo el guión de 400 páginas -explicaba el filme con precisión germánica-, inspirado en una novela de Anna Seghers escrita 15 años antes. Contaba una rebelión de esclavos en el Caribe ocurrida al calor de ideas y conspiradores de la Revolución Francesa y Haitiana del siglo XVIII.Y al día siguiente -elegíamos lugares para filmar-, comencé a vomitar, vomitar, vomitar y comenzó el cólico nefrítico. En el policlínico me inyectaron Abafortán en vena y el insoportable dolor cesó de inmediato. El médico me explicó: "...tuviste un choque proteico y arrojaste lo que el estómago no pudo asimilar, pero la gran cantidad de residuos que quedó en la tripa derivó a obstrucción del ureter ..., come menos ..." Dormí 24 horas.

Encontrar blancos -altos y rubios- para representar soldados ingleses, era casi imposible en la zona donde estaban los paisajes elegidos por el director. Los localicé en una escuela de deportes cercana: un equipo nacional de remos. Les convencí para cooperar y les disfracé con levita, pantalón ajustado y sombrero napoleónico para la escena del fuego de cañones contra los sublevados. Coordiné con el pirotécnico -Rafael- para prevenir accidentes y dijó que la artillería -de utilería- estaba cargada con la mezcla adecuada de pólvora y sustancias para producir mucho humo sin peligro. La cámara estaba a 200 metros tomando plano general del montecito donde estábamos. Por el "wokitoki" -radiofrecuencias- me ordenaron comenzar los disparos. "...uno... dos... tres ..." fuí gritando a los “remeros” hasta completar la andanada. Terminó la acción y escuché por el aparato: "...sehr gut ... muy bien..." Desde el primer cañonazo se hizo tal nube que no distinguí qué sucedió, realmente, a continuación. La niebla comenzó a disiparse y descubrí el desastre: las piezas de artillería habían reventado y una docena de deportistas estaban heridos y magullados. No hubo muertos, pero el team de deportistas tuvo que posponer su participación en algunas competencias, incluso internacionales.

El accidente ocurrió en la primavera del 1976, filmando -tras meses de preparación- las escenas de la obra de Nitzschke. En ella, asumí con mucha pasión mi responsabilidad de asistente de dirección por la parte cubana, no sólo por mi vocación de cineasta sino también porque a finales de 1975 -coincidiendo con el I Congreso del Partido, título que recibió la promoción de graduados universitarios a que pertenezco-, comenzó la ayuda de combatientes internacionalista cubanos al pueblo de Angola y escuché por primera vez la idea "... somos latinoafricanos ..."

No sé si quienes se sintieron aludidos entonces por lo que Fidel Castro aseguró identificar como parte de los genes de su Nación, retendrán en sus respectivas memorias emotivas el impacto que les causó. 100,000 -dicen datos históricos- se apuntaron al "ejército potencial dispuesto a acudir al llamado". Yo entre ellos. Y la frustración que sentí al no ser elegido entre los que partirían de inmediato a pagar su "deuda histórica con África", la compensé con mi trabajo en esta película, donde también recluté para sus propósitos la masa de negros y mulatos insurrectos. A ello me ayudó Marquetti -un trinitario pariente de un notable pelotero de entonces, al que pueden ver en la foto -dando palmadas a mi derecha- mientras le muestro al grupo que yo también sé bailar “palo” -nombre que denomina el estilo de moverse en la danza y la regla de creencias de los esclavos procedentes del actual Congo-.

Aunque compartí cultura y sentimiento con esclavos -tanto congos como lucumíes-, la imagen de mi que guarda la película es de burgués -como se puede apreciar en la segunda foto-. Esta “paradoja simbólica” me recuerda -no sé porqué- un libro del cual José Antonio González -Rolando Díaz y yo ayudamos en el lanzamiento de su programa de televisión Historia del Cine en 1973-, gustaba de extraer conceptos y términos que citaba con frecuencia: La Estructura Ausente -de Humberto Eco-.

LB

jueves, 13 de diciembre de 2007

Deseos, represión y problemas.

Había expresado -en carta- a Julio García Espinosa, Vicepresidente del ICAIC, mi deseo de ser trasladado a la producción directa de películas cuando terminara la universidad. Y llegó el momento. Ahora debía demostrar mi talento y cualidades para “hacer cine”. Camilo Vives -"manager" de la producción de “largometrajes y documentales” desde entonces-, me explicó que Orlando Rojas -primer asistente de dirección de Cantata de Chile-, necesitaba ayuda pues la película -ya en fase de rodaje-, había resultado más compleja y difícil de lo que se calculó en la pre-filmación. Y me nombró asistente del asistente de uno de los dos grandes del Cine Cubano en ese momento, el dionisíaco Humberto Solás, que compartía fama con el apolíneo Tomás Gutiérrez Alea (ya sabía aplicar "definiciones europeas del arte occidental").

El argumento del filme narraba el enfrentamiento entre obreros y burgueses -por asuntos económicos- en el Iquique del norte salitrero en 1907, que concluyó con la matanza de mineros -nativos, peruanos y bolivianos- tras brutal represión comandada por el General Silva Renard. Los actores y figurantes principales, eran chilenos acogidos por La Isla tras el 11 de septiembre de 1973 -asalto al Palacio de La Moneda, muerte de Allende y toma del poder por Pinochet-. Y la gestión de organizar su participación en la obra resultaba complicada por las diversas clases sociales de que procedían y las filiaciones políticas -todas de izquierda- que profesaban -esto era lo que más agotaba a Rojas-. Lo único que les unía, era el dolor de lo que les sucedió dos años antes y la nostalgia por la patria.

Informado del reto principal del trabajo, al que se agregaba armonizar “refugiados y cubanos”, me empeñé en estimular la cooperación entre todos los “aldeanos vanidosos” que participábamos en la obra impidiendo -apoyado en la lengua compartida- vernos unos a otros como extranjeros. Tal propósito lo identifiqué no solamente como mi responsabilidad particular sino también como “la del cine en general”. Aprendí también que las películas se hacía -decían entonces- con "...fuego, humo, agua, caballos y mucha sangre..." Todo mezclado, como en un sueño. Y precisamente en una de las puestas en escena oníricas y alegóricas de esta obra de Solás, fue donde se me reveló que "el estilo mágico" no sería el mío, aunque sus resultados deslumbraran y multiplicaran mi imaginación, que se sentía capaz de expresarse a través de él igual o mejor que los realizadores amantes de esa forma.

El día en cuestión tuvo 36 horas, que trabajé sin descanso. Atendí maquillajes y peluquería de protagonistas, vestuarios de ellos y cientos de extras más con ropas de épocas diferentes, controlé la escenografía del salón más grande del antiguo Centro Gallego, la preparación de utilerías -lanzas, arcos, flechas, armas blancas y de fuego, comidas y licores-, los efectos especiales, además de la pirotecnia y media docena de cuadrúpedos bajo techo. Y entonces llegó el director, paseo su mirada por el set, observé en su rostro un sentimiento de incertidumbre y un momento después anunció que no estaba "inspirado" para filmar. Estallé.

Sólo la explicación amable de Jorge Herrera -el director de fotografía- y la capacidad de seducción de Humberto Hernández -el productor ejecutivo-, me devolvieron a mis cabales. Y aunque mis 29 años se negaban a entender las razones de porqué debía ser así, pensé, "...bueno, Solas hizo Lucía -una obra maestra- a los 27 -ahora tenía 35-, quizá eso le da cierto derecho a actuar así ... ¡coño, pero que caros cuestan esos derechos!..." Suspender filmación que demandaba preparación tan compleja y extensa era muy costoso. Pero eran las reglas del juego, asumidas y defendidas por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica -primero "arte" y después "industria"-, estaban claramente anunciadas en el orden de ambas palabras de sus siglas: ICAIC.

Gracias a La Cantata ... también aprendí cómo se hacía cine en Cuba entonces -y sudé a mares- corriendo por canteras del Mariel -simulaban desiertos australes-, estimulando a masas de mineros explotados -también simuladas- para que gritaran fuerte sus demandas y levantaran en alto banderas y carteles con consignas. Con patrones burgueses y empleados de cuello blanco era más sencillo, sólo debian mostrar sus miedos. La actuación más ardua era la de los “milicos” -fuerzas represivas-, que dado el carácter metafórico del discurso de la obra, representaban –según fuese la época evocada en la escena-, bestiales mercenarios de Pedro Valdivia -el conquistador español- torturando y descuartizando indios, o disciplinadas escuadras armadas disparando sobre la masa enardecida.

Faltaban pocas semanas para el I Congreso del Partido -el de Cuba- y yo residía entonces en un habitación del Albergue del ICAIC -esquina 26 y 25 en el Vedado-, para técnicos sin vivienda en La Habana. Me autorizaron habitar allí porque mi vida de pareja hizo crisis en el último semestre universitario y la madre de mi hija no tenía a donde ir. Por ello renuncié al apretado espacio del cuarto donde vivíamos. Y allí quedó ella -Haydee-, con mi madre -Aida- y mi hija -Lida-, a la espera de que yo pudiera encontrar solución a nuestros problemas de vivienda.

En la foto -mutilada por alguien bajo el impulso de una pasión ya olvidada-, estoy junto a María -se hizo médico en Cuba y quedó residiendo allí-. A mi derecha estaba Ana Luisa y otros chilenos. Ella escogió otro camino. Murió en Villa Alemana -Valparaiso-, el 28 abril de 1986, junto a Juan de Dios, a causa de una explosión. Ambos eran comandos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile, MIR.

LB

martes, 4 de diciembre de 2007

Conciencia y Ciencia

Nunca me ha gustado ser parte de una élite -de cualquier tipo que sea-. Y si con alguna me sentí identificado en aquellos 70, fue la del proletariado. No lo he mencionado antes, pero mi primer salario fue 1 peso semanal. Lo ganaba en el taller de fundición propiedad de la familia de mi tío político, Diego Vizcón. Allí vi, por primera vez, como el metal se hacia líquido y se adaptaba a la forma de un molde hecho de arena. Por eso sentía orgullo -no ha desaparecido-, cuando dije “...a los 12 años ya yo era metalúrgico”. De esta y otras precoces aventuras laborales daba noticia al dúo de militantes de la UJC que me procesaba para entrar en las filas de esa organización. También informé de mis frustradas aspiraciones de adolescente: "...ir al norte y ser dealer en Las Vegas". En fin, hice biografía totalmente transparente y la redacté mediante estilo donde el narrador en primera persona se transformaba, progresivamente, en tercera del plural hasta que "nosotros" protagonizaba el final de la confesión. Cuando la leí en voz alta durante la reunión de análisis y discusión de mi caso -rodeado de militantes que examinaron mi perfil de ser social-, gustó mucho y me sentí reconocido literariamente hasta que uno -Daniel- preguntó: "¿pero cuándo exactamente empezaste a ser revolucionario?" Y comenzó el debate.

Yo no sabía aún que los humanos se dividen en dos grupos: los que entienden y los que no. La diferencia no es de inteligencia sino de "ajustes de cuentas con uno mismo”. Yo había saldado las mías con el pasado y -aceptado y pagado "mis errores"- me incluía entre los primeros, creía que era el único grupo posible. Y tranquilo, me concentraba en el presente para alcanzar mis metas personales -¿porqué no decirlo?-, sociales y económicas. Las políticas siempre las he estimado menos. Los que no aceptaban mi explicación de "... fue un proceso ..." e insistían en precisar día, hora y suceso que cambió mi forma de pensar de repente, son los que pertenecen al segundo grupo. Me fui dando cuenta años después y lo vivido hasta hoy me lo ha confirmado. No están en paz con su pasado. Las razones pueden ir desde la mentira inocente que usaron por ignorancia o a la que se sumaron para obtener "algo”, hasta sentirse culpables de "pecados jurídicos" vinculados a dinero y/o sangre que cometieron amparados en una razón que ya no se sostiene y por los cuales no han rendido cuentas, pero les hace vivir en la zozobra de que puede ocurrir algún día.

Aquel año, el joven Manuel Pérez Paredes -apenas 7 mayor que yo-, hizo El hombre de Maisinicú, película que gustó a muchos y a mi también. Pero el slogan, martiano, que el filme popularizó ("...en silencio a tenido que ser ..." -se refería a los preparativos de la Guerra de 1895 para librar a Cuba del colonialismo español-), no me atraía demasiado dada mi vocación por "la transparencia". Aunque entendía su utilidad para asuntos de "inteligencia y contrainteligencia" -es regla universal-, que era el contexto específico de la historia que narraba el filme. Mi precaución ante tal “norma de seguridad” nacía de que se entendiera más allá de los límites de aquellos aspectos del trabajo del Ministerio del Interior relacionados con "espionaje y penetración". Esta duda -y otras- comerciaban en mi cabeza, mientras rechazaba o compraba ideas de manuales para explicar "...la dictadura del proletariado ...", o poéticas para ensanchar su humanismo: "...el hombre se hizo siempre de todo material, de villas señoriales y de barrio marginal ..." La materia de mis clases universitarias -opté por Licenciatura en Estudios Cubanos-, no alcanzaba para entender y explicar totalmente el Caos Organizado que vivíamos.

En el último año de carrera, me inscribí -en la Facultad de Ciencias- a un seminario de "Matemáticas aplicadas a la Ciencias Sociales" -servía como curriculum de postgrado-. Haciéndolo, cuestionaba -ante mis compañeros de Facultad- la ideología de "escritor y/o artista" que yo debía profesar como alumno de Letras. Pero fue gracias a esa desviación que adquirí conocimientos -directo de sus voces- de profesores como Juan Pérez de la Riva -sociólogo y demógrafo excepcional-, Manuel Moreno Fraginals -tan ingenioso para describir Cuba enfrentando cifras y creencias populares-, y de otros sabios que me confirmaron lo importante que era mi interés natural por las estadísticas, las ecuaciones y la ciencia. Faltaban pocos meses para el Primer Congreso del Partido Comunista y yo era ya joven comunista pues los militantes del ICAIC finalmente vieron en mi agnosticismo no defecto -como hicieron los del ICRT-, sino virtud.

Recuerdo el verano de 1975 como "Mi Personal Época de Renacimiento" –cada cual tiene la suya-. Estaba a punto de terminar "mi telescopio" para escrutar el cielo y probar lo que intuía -con argumentos “contables” de Letras, Números y Cine-: "...no somos el centro, porque nos movemos..." Pensaba decirlo en voz baja pues sentía temor de ser reprimido por el merodeo de una autoridad -ideológica- y una oposición -culta- tan grandes que daban miedo. Yo soñaba con calzar las sandalias de Andrei, pintor de iconos que encontró -llorando desconcertado y solitario en la llanura desierta- al joven aprendiz metalúrgico que dirigió la construcción de la campana nueva para despertar al pueblo cuando los mayores olvidaron cómo hacerla -su padre nunca le enseñó los secretos del oficio antes de morir-.

De aquel tiempo es la foto. Estamos en la entrada de la Biblioteca Nacional. Ella es Maritza, también de Letras. Hoy reside en Miami.

LB

martes, 27 de noviembre de 2007

Espejuelo, máscara y disfraz

Fue un quinquenio espléndido -de mis 24 a 29 años-. Sólo lamentaba que mi talento estuviera despertando tan tarde en comparación -por ejemplo- al de Rimbaud (poeta francés que a los 20 lo había escrito todo y después marchó a vender armas en África). Uno de mis profesores, Rolando López del Amo, tenía su misma mirada. Además, también era poeta y de voz suave. Hablaba bajito. Su energía era distinta a la Roberto Fernández Retamar -más enérgico y preciso-, y a quien Lilian (la alumna de carnes más exuberante -se sentaba en primera fila-) solía desordenarle la mirada cuando cruzaba las piernas mientras él impartía clases . José Antonio Portuondo vestía traje con cuello y corbata siempre, lo cual reafirmaba “ ...la importancia relativa de las generaciones en la historia cultural de un país y..." -aclaraba- para no contradecir "...los principios ideológicos marxistas-leninistas..." tan en boga por entonces.

A las 7 u 8 de la tarde, cuando terminaban las clases comenzadas a las 3, salía corriendo para mi trabajo. Había sido seleccionado para crear y dirigir la Sección de Archivo y Bandas Sonoras del ICAIC -el proyecto que propuse ganó a otros y me convirtió en "personal de confianza del organismo"-. Mis nuevos deberes y derechos no permitían "horario de estudiante" -salir 3 horas antes del fin de jornada-. Pero hice un trato con mis superiores: " ...me comprometo a garantizar mi responsabilidades, compensando ausencias con tiempo nocturno ..." Comía en "La Pelota" -croquetas, fritas, bocadillos y refrescos, con nostalgia por los sándwiches de jamón y queso y los batidos de frutas de mi infancia-, o una pizza de camarones en 23 y 12 -¡baratísimas, a 1.80-. Y con mi caja de cigarros de 0.20 y un café de 0.05, iba a pasar la noche poniendo en orden el trabajo del día siguiente para mis 3 subordinados. Rolando Díaz -uno de ellos-, era también parte del grupo de estudiantes, entre los que Carlos Martí -hijo de otro poeta y profesor- y su novia Ana María obtenían las mejores notas. “Parmédines” -así llamábamos cariñosamente al único negro evidente del aula-, nos decía haciendo bailar sus labios enormes: “...ustedes son los 'filtros' -sinónimo de inteligente- ... pero el río nunca es el mismo, todo fluye y cambia ...”

Después, rodeado de equipos electrónico y estanterías con cintas magnéticas llenas de músicas, efectos, ambientes, discursos, "subusos" -trabajos especiales para el Minint y/o las Far-, y bandas sonoras -nacionales e internacionales- de filmes cubanos, todo "material histórico" como yo lo consideraba, dedicaba tiempo a las lecturas orientadas por profesores: la de Filosofía, Lucila Fernández -ojos claros, bellos-; o Historia del Pensamiento, Eduardo Torres -sabía mucho de religión y hacía ¡exámenes orales! que me gustaban mucho-; o Artes Plásticas, de la experta Adelaida de Juan, y muchos otros que recuerdo con cariño, aunque a veces pensaba que no me habían dado una nota de examen justa a pesar de que me hice famoso por obtener la nota histórica más baja en Métrica y Versificación -4 puntos de 100-. Y, a las 1 o 2 de la madrugada, dedicaba una hora a lo que más me interesaba: conocer cómo se hace el cine.

A veces, después de las 8 a.m. -a esa hora, aún medio dormido, abría la puerta a los empleados-, tocaban el timbre Silvio, o Pablo, o Noel y Sara, Eduardo, Emiliano, o alguno de los hermanos Vitier, o el mismísimo Leo Brower. Comenzaban entonces con el Grupo de Experimentación Sonora y pedían constantemente transfers de alguna de sus obras recién grabadas u otra de las colecciones de la nueva canción que guardábamos y oíamos con frecuencia. Los versos de Machado interpretados por Serrat los escuché cientos de veces. Y Chico Buarque de Holanda -brasileño-, el Quinteto Violado, o Caetano Veloso, me hacían compañía en mis desvelos.

A casa iba el fin de semana o cuando la madre de mi hija, o la mía, pedían ayuda. Llegar al cuarto donde vivíamos en 10 de Octubre, suponía 1 hora de viaje y volver al Vedado – a los escenarios de mi otra vida-, 2. Era asunto de economía -yo lo veía así-. El aumento de mi sueldo a 231.00 -nada mal-, sumado al de mi madre, que trabajaba como cajera en California -una cafetería-, nos permitía vivir a los 4. Universidad y libros eran gratuitos.

El optometrista me dijo que yo padecía de astigmatismo en el ojo derecho, aunque creyera que veía bien. La salud del izquierdo era perfecta. El análisis me sirvió de justificación para usar espejuelos innecesarios. Pero me verían más intelectual. Hay crisis que se viven como realización individual. No preví que las consecuencias llegarían después. En mi caso, se escondió -astuta- tras la máscara y el disfraz del conocimiento que yo -como muchos- deseaba tener. Y se sentía segura, amparada por un discurso social que inventaba planes y soñaba el futuro general de todo un país -¡y hasta del mundo!-, postergando necesidades concretas de la familia en particular -en aras de responder a retos abstractos de Humanidades Políticas Universales-. Nadie me impuso el camino que escogí -al menos explícitamente-. Ni siquiera cuando fui elegido trabajador destacado y me preguntaron: "¿Quieres ingresar en la Unión de Jóvenes Comunistas?" Pensando en cómo podría ayudarme esa condición a alcanzar mi meta -tenía 27 años-, dije: "Si."
LB

lunes, 19 de noviembre de 2007

Educación Superior

Cuando leí mi nombre en la lista de aprobados para ingresar en la Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades, me sentí como el emigrante frente al barco que le llevará a La Tierra Prometida donde hallará seguridad económica y fama. Así comenzó "mi quinquenio luminoso" -"gris" para otros, no sólo en Cuba-. Lo que había logrado tenía, para mi, una significado adicional: el acceso demostraba que las 3 oportunidades en que suspendí el examen final de Español en sexto grado -¡carezco de certificado de haber cumplido la enseñanza primaria!-, no impedían que alcanzara educación superior. No afirmo que saltarse escalones de la evolución -cualquiera de ellas- sea posible, sino lo contrario: hay que pisar firme cada uno antes de ascender al siguiente. Y así lo hice.

Tras ser rechazado mi talento por el ICRT y conociendo ya la forma en que el ICAIC fabricaba cineastas -gracias al departamento de sonido, donde acudían todos los creadores para terminar sus películas-, calculé que para llegar a mi meta necesitaba, más que milagros, años. Y que debía obtener antes diploma universitario pues el país ahora buscaba institucionalizarse, después de "suspender" su propósito de 10 millones, y los "requisitos" para reorganizar la fuerza laboral -desorientada en ese intento-, eran cada vez más exigentes en manuales y normas que se multiplicaban como conejos. Por tanto, decidí ingresar en la universidad. Pero a falta de diplomas, debía hacerlo por examen directo. Y dediqué mi tiempo disponible a estudiar la abundante materia de 12 temarios de asignaturas a dominar -incluidas matemáticas, geometría, física, química, biología- para entrar en Letras.

La decisión de cómo invertir mi capital de tiempo, posponía la solución del problema vivienda en mi familia: éramos 4 personas -mi hija, su madre, mi madre y yo- en un cuarto de 5 x 4 metros, con paredes laterales de cartón y madera. Más baño exterior. Por más que abuelo y mamá intentaron salir de esa situación en los 25 años anteriores, no pudieron. Yo, heredero de ese propósito, pensaba resolverlo planificando la solución sin renunciar a mi sueño personal. Me licenciaría en Filosofía y Letras, competiría por una plaza de director de películas, aumentaría mi salario a 400.00 pesos o más y entonces me ocuparía del asunto casa. Quienes debían esperar por mi, lo entendieron. Pero yo no sabía aún que lo imaginado casi nunca se hace realidad exacta pues cada familia del país donde resides -y de otros- también tienen su plan, que favorece o daña el tuyo. Y no todos entendemos la solidaridad de igual modo.

La enseñanza superior me puso en el camino de entender cuál forma de solidaridad es la más útil y productiva: la distribución equitativa. Pero también me enseñó que nuestra especie intenta hacerla posible desde hace 5,000 millones de años. No es solamente un problema de organización sino de identificación de respuestas equivocadas. Y de ingenuidad sustituyendo sabiduría, que fue lo que me sucedió cuando hice la pregunta en el primer pleno de estudiantes al que asistí.

Fui por curiosidad, invitado por un dirigente de la UJC, a quien dije, en medio de una movilización, que deseaba ir al acto donde discutirían y aprobarían “la orientación” de separar la Unión de Jóvenes Comunistas de lo que tradicionalmente se llamó FEU -Federación de Estudiantes Universitarios-, unificadas desde la "ofensiva revolucionaria del 67", cuando el gobierno intervino los pequeños comercios que quedaron con vida tras "las expropiaciones del principio". Y allí estaba yo, sentado en un salón del Hotel Nacional, escuchando exponer ideas a alumnos y cátedras -si no recuerdo mal, Mirta Aguirre, la estudiosa de la Literatura Cubana, estaba presente-. Y cuando casi terminaba la discusión del problema a resolver -la solución era sencilla, descentralizar el poder concentrado por equivocación-, levanté la mano y pregunté (tenía derecho a voz, pero no a voto): “¿Y porqué se cometió el error de mezclar dos funciones diferente?”

Es peligroso ignorar que se está "fuera del juego" y de que hay "7 que van contra Tebas". Los que están dentro y lo saben, te clasifican inmediatamente como “a favor” o “en contra”. Esto lo aprendí respondiendo al interés de los jóvenes dirigentes electos por saber porqué hice la pregunta. Era marzo de 1971 y yo apenas había leído La Odisea de Homero, aunque me gustaba más Los Trabajos y los Días de Hesíodo -sobre todo el pasaje donde Prometeo roba el fuego del conocimiento a Zeus, máximo líder del Olimpo, para regalarlo a los mortales-.

Y en la foto ya me ve usted en aquel tiempo, sentado con amigos del primer año en la escalinata del Al Mater, que descansa su primer escalón en la calle San Lázaro.
LB

domingo, 11 de noviembre de 2007

Diagnóstico de un agnóstico.

Con el potente chorro de agua de una pistola, me encanta acribillar el interior de los guardafangos empercudidos por tierra de caminos rurales, polvo de carreteras y hollín de ciudades. Usar el precioso líquido para hacer algo -cuando esta limpio y es abundante-, siempre lo he considerado privilegio y placer. Quizá por eso era obrero feliz y me sentía el mejor fregador de carros del mundo en el garaje del ICAIC. Me promovieron al despacho de combustibles y aceites. Después a la oficina - donde reorganicé el control del parque de vehículos y su mantenimientos del Instituto de Arte e Industria Cinematográfica-.

Lo anterior sucedía paralelamente a mi propósito de aprender los oficios relacionados con el cine. Pero -lo había intentado miles de veces-, no lograba trazar perfectamente la nariz y manos de Bugs, el famoso conejo de Walt Disney. Yo era uno de los alumnos del primer curso de dibujantes de animación -gratuito- que ofrecía el ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión). Allí pasé noches de 6 meses -de lunes a viernes-, aprendiendo los secretos de la ilusión del movimiento y la técnica de hacer hablar a los animales. Logré la tercera mejor calificación de 70 candidatos. A ello contribuyo Noel Lima -mi mejor amigo del barrio-, que ya trabajaba haciendo cartoons en el departamento de Dibujos Animados del ICAIC.

Antes de otorgar las plazas, el ICRT completó el proceso de selección con una entrevista personal que -como supe después-, seguía la pauta del "cuéntame tu vida" de los aspirantes a entrar en las filas del PCC. Todo el interrogatorio fue bien -yo contestaba con total sinceridad-, hasta que preguntaron: "¿Religión?" Y mi respuesta fue: "No sé. Es algo de lo que me ocuparé en el futuro, ahora me interesan otras cosas." Pero el funcionario insistió: "...¿cómo que no sabes?, entonces eres agnóstico..." La palabra me gustó y confirmé que lo soy. Cuando fui a ver la lista de aprobados -eran 10 plazas de trabajo-, yo no estaba. Asocié inmediatamente mi exclusión con ser "... un compañero que duda..." -había consultado cuál era mi religión en un diccionario-. Y sin pensarlo, acudí al Departamento de Personal y pedí explicación sobre porqué no eligieron a los que obtuvieron mejores resultados. "Este es un organismo estratégico y no puedes trabajar aquí." Pedí la respuesta por escrito. "Eso no puede ser", dijo la persona que me atendía. No recuerdo nada de él, sólo que caí en crisis.

Fui a ver Benigno Iglesias -Secretario del Partido del ICAIC y director de la Empresa Distribuidora-. "Yo no puedo trabajar aquí", le dije. "¿Porqué?" Expliqué: "...este es un organismo estratégico, como la televisión, sirven para lo mismo, informar al pueblo ..." Y le pedí qué el Partido del cine averiguara con el de la televisión lo que yo le decía. "Lázarito, eso no es así como tú crees, la política allí y aquí son distintas, deja eso y sigue en tu trabajo, aquí tendrás oportunidades muchacho...tú eres revolucionario, ¿no?..." Yo no sabía si era o no revolucionario, pero acababa de entender una cosa: el Partido no era tan monolítico como anunciaban los discursos. El descubrimiento no me gustaba -no porque rechazara la "unidad" sino porque en política no me parece útil anunciar como reales cosas que no existen-, pero Benigno me parecía hombre bueno e inteligente. Y me consolé deciéndome - por el ICTR-, "Ustedes se lo pierden." Y volví al garaje.

Hasta que Riquelmes, el Director de la Empresa de Producción me preguntó un día -mientras le llenaba el tanque de gasolina de su Volga y revisaba el estado de la batería-: "¿Sabes de facturas y esas cosas?" Limpiando el cristal delantero respondí: "Por supuesto y en eso también soy el mejor." Y quedó reluciente. En menos de un mes, actualice el atraso de 2 años de contabilidad del Departamento de Sonido del ICAIC. Y como buen agnóstico, abrí las puertas de La Mecánica, La Óptica y la Física del Estado Sólido, para aprender cómo funcionaban aquellos equipos extraños y sofisticados que otorgaban "habla, música y efectos" a las películas. A estás alturas del año 1970, ya estaba claro que el país no alcanzaría -no corte ni una sola caña aquel año- los 10 millones de toneladas de azúcar con que pretendía salir del subdesarrollo. Y el 19 de mayo -cuando devolvieron a Cuba 11 pescadores secuestrados-, en el discurso para recibirlos, el Secretario General del Partido lo confirmó. Pero queda el consuelo de que, en medio de aquella utopía, nació una excelente orquesta cubana creada por Juan Formell: Los Van Van. Fue entonces cuando mi primera hija – Lida-, abandonó el coche y comenzó a caminar.

LB

domingo, 4 de noviembre de 2007

La decisión heroica

Era verano del 1968. Y ya podía andar libre de uniforme por las calles de La Habana. En París la juventud -"hippies", les decían-, hacían revolución. Pero aquí estábamos en cola frente al Ministerio del Trabajo para que nos ubicaran en la vida civil. Yo miraba y escuchaba a mis compañeros de generación para saber qué esperaban del futuro. De lo que más hablaban, era del salario a que se sentían con derecho después de 3 años a 7.00 pesos. Como no oí a ninguno aspirar a menos de 300.00 o 400.00 (buenísima cantidad para aquellos años), me interesó saber qué profesión y nivel cultural tenían. La mayoría no había terminado siquiera la enseñanza media y la principal habilidad que ostentaban era la de chófer, o escribir a máquina, y uno que otro se preciaba de carpintero, chapista, mecánico, u oficio de habilidad manual que, observándoselas, se sabía hasta donde serían capaz de ejercerlo.

Llega mi turno y el funcionario que me atiende comienza a hacer preguntas y rellenar un formulario. Termina y dice: "... tú tienes nivel, aquí tengo tu futuro, topógrafo. 24 días de trabajo y 6 de descanso. 200.00 de sueldo más dietas. Pero lo mejor es que al año, te mandan a Checoslovaquia a estudiar Ingeniería ..." Y para convencerme agrega: "Es la mejor oferta que tenemos, aprovecha." Acepté. Y metí en el bolsillo el documento para presentarme en el Instituto de Geodesia y Cartografía, que esta en la parte de atrás del Cementerio de Colón.

Al día siguiente, fui.

"¿Y que hacen dos militares ahí en la puerta?", me pregunté al entrar. Lo descubrí cuando el jefe de personal -otro oficial -, me explicó en que consistiría mi trabajo, las condiciones en que lo ejercería y trazó el destino de mi vida para los próximos 30 años -licenciado ya como especialista en mapas y enfrascado aún en concluir la descripción más fiel posible de la geografía y suelos de mi pequeña isla con sus 1800 cayos-. Tras casi dos horas de reunión, salí y vi los muros del cementerio con sus cruces. Me di cuenta que estaba ante una disyuntiva: volver al mundo militar -¡obviamente aquel instituto lo era!-, o intentar entrar en el de los cineastas -¡mi mayor deseo!-. Era como tener un pájaro en las manos, pero anhelar al que ves volando.

Mi primo Jorge había prometido ayudarme a entrar en el ICAIC -Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica- por medio de un amigo que tenía allí. Pero no le dio tiempo antes de marcharse a Miami. Y mientras atravesaba las calles llenas de tumbas y monumentos fúnebres, tomé la decisión heroica: "...¡Buría o Muerte!, lo hago solo..." , me dije. Minutos después salí a calle 12 por la entrada principal de la necrópolis para llegar al cruce con 23, donde 7 años antes se declaró "el carácter socialista de la Revolución Cubana". Y entré al imponente edificio blanco de 9 plantas a 30 metros de la famosa esquina y pedí ver al jefe de personal. No estaba. Me atendió su secretaria, Romelia: "¿Qué usted quiere?". Sin pestañear respondí: "Una plaza de Director de Cine". Y cortesmente, replicó: "Ahora no tenemos, pero hay otras, ¿le interesan?" Sacó una enorme hoja de contabilidad - de 24 columnas - y comenzó a leer decenas de ofertas: " ...hojalatero, jardinero, auxiliar de limpieza, de escenografía ...". La escuché con paciencia hasta que dijo " ...fregador de carros ..." Y emocionado respondí: "...esa, esa la mía ..." Era demasiado. Saltó.

- ¡Pero tú querías ser director!.
- Quiero empezar desde abajo y conocer toda la industria para hacerlo mejor.
- Eso dicen todos y al mes están protestando para que los trasladen o los promuevan.
- Si me da la plaza, no tendrá más noticias de mi hasta que no vea mis películas en las pantallas.

Y así fue, aunque tuvo que esperar 10 años. De todo lo que hice para conseguirlo, nada resultó más complicado que convencer al funcionario del Ministerio de Trabajo que me ubicó para cambiar el volante y darme otro como fregador en el garaje de 12 y 17. Allí, no recuerdo quién, me hizo una foto -con mi viejo pullover blanco- mientras descansaba después de dejar completamente limpio el Alfa Romeo color vino del entonces presidente del ICAIC: Alfredo Guevara.
LB

lunes, 29 de octubre de 2007

3 años, 2 meses y 18 días (2da. parte)

El primer año de vida militar llegó a hacerme creer que estaba en el mejor de los mundos posibles. Todo se hacia de acuerdo a un orden y un plan. Se improvisaba apenas lo necesario para corregir las desviaciones del azar. Y tenía una oferta tentadora: "...si juras por 25 años, serás soldado regular con 127.00 pesos de sueldo y todo lo demás, saldrás de pase todos los días -si no hay acuartelamiento-, y lo mejor, los ascensos, puedes llegar hasta comandante...", me decía "Malanga", el cabo que atendía cuestiones de transporte. Blanco madurito -quizá 40-, de barrio popular de La Habana: El Cerro. Le gustaban las negras y le "fajaba" a María, la oficinista de Retaguardia. Linda y simpática mujer con la que se casó en mi último año en las FAR.

Pero en el segundo y tercer todo cambió. El mundo más allá de Cuba, parecía estallar en 1966 y 1967. Olas de focos guerrilleros por todas partes. Las creíamos consecuencia de la despedida de aquel comandante con el que coincidí en dos ocasiones y al que otras tierras del mundo reclamaron el concurso de sus modestos esfuerzos, como dejó dicho a su compañero de lucha en la carta de despedida que a tantos emocionó cuando fue leída en la asamblea de creación del PCC dos años antes de que lo mataran en Bolivia. Las alertas de combate comenzaron a ser más frecuentes, mermando mis descansos en casa y la posibilidad de ver amigos y novias. Aunque ahora estaba más cómodo porque mi unidad, convertida en apoyo de la aviación agrícola, fue trasladada a Columbia. Con lo cual me encontraba a sólo 40 minutos de mi barrio en la 79, una de las rutas de ómnibus que tenía paradero en la Terminal de Marianao. Pero la felicidad nunca es completa.

El nuevo Jefe de Operaciones -un teniente piloto, de origen oriental, que se sumó al Ejercito Rebelde en los últimos meses de lucha contra el antiguo Ejército Constitucional-, preguntó un día "¿Porque Buría se va de pase diariamente." Y Massip -ahora subordinado a él-, le explicó: "...estudia y cuando termina las clases duerme en su casa que está cerca..." Yo intentaba obtener mi diploma de bachillerato. "¿Pero él es del S.M.O. o enganchado?", indagó Bles (yo no usaba el distintivo que identificaba a los del S.M.O.) Y cuando supo que era "recluta", ordenó que tenía que dormir todos los días en la unidad y salir cada 15 días. Su decisión destrozó mi equilibrio -¡yo hacia todo el trabajo de operaciones, incluso parte del que debía hacer él, que salía todos los días y temprano!-. Fui a parar a psiquiatría del Hospital Militar, donde no quise quedar ingresado cuando me llevaron al pabellón G y vi a los que estaban en tratamiento. Me fui a casa y me rapé como un monje budista.

Una semana después volví al cuartel. Intenté explicar a Bles qué pasaba y mostré el papel del diagnóstico. Sin leerlo, me dijo "... eres un habanerito desertor y te voy a hacer Consejo Militar..." Exploté: "...si sigues hablando mierda cojo la metralleta y te caigo a tiros cojones..." La gritería terminó ante el Jefe de Estado Mayor -primer teniente Bermudez, guajiro corpulento y combatiente de la sierra-, que me retó: " ...tú lo que necesitas es pasar un tiempo en una unidad de tanques en los montes de Pinar del Río..." Y sin titubear dije: "¿Cuando me voy?" Entendió de inmediato el conflicto y tranquilo propuso: "Habla con Calixto -Jefe de Retaguardia y el militar más honesto e inteligente que he conocido- y dile que te vas a trabajar con él." Al siguiente día estaba sentado en un buró al lado de María, preparándole a "Malanga" los gráficos de mantenimiento del parque de vehículos. Con él aprendí a manejar jeeps y camiones en los taxiways y pistas del aeropuerto, donde un día casi choco con un avión que venía aterrizando, uno de los Ming 15 comprados a la U.R.R.S.

No hice la zafra del último año, como debían hacer los que "cumplían el servicio". En la reunión de jefaturas para calcular "bajas" y planificar "altas" de sustitución de la fuerza de trabajo, Calixto me calificó de "imprescindible" hasta que me licenciaran. Cuando comenzó el análisis -yo era el único recluta presente-, un "viejo combatiente" preguntó: "¿qué podríamos hacer para que los muchachos nuevos se queden con nosotros?". Y Calixto, que además era Secretario General del Partido de la Unidad, le contestó sonriendo: "Pregúntale a Buría, él te puede decir porqué no se quedan."
LB

martes, 23 de octubre de 2007

3 años, 2 meses y 18 días (1ra. parte)

En total, 809 amaneceres. El salario mensual como recluta del S.M.O. era de 7.00 pesos. O sea, que durante toda mi permanencia en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, gané 182.00 pesos cubanos de aquella época -1965/1968-. Además de la asignación anual de los 2 uniformes con su gorra, un par de botas -rusas, ¡magníficas!-, 2 mudas de ropa interior -calzoncillos y camisetas, verde olivo, con su correspondientes pares de medias-. Y los desayunos, almuerzos y comidas en la Unidad Militar, con excepción de los días de pasé, que durante el primer año -en mi caso- consistieron en 36 horas de fin de semana cada 2. ¡Ah!, y alojamiento en el cuartel: una de las dos camas de que se componían las literas con su sábana y almohada. Y la taquilla -rectángulo cúbico de 30x80x40 cm- con llave para guardar propiedades. Jabón y pasta de dientes.

Tuve mucha suerte pues al final de los 45 días de entrenamiento, cuando “los jefes" fueron a separar soldados para cubrir las necesidades de personal de sus unidades militares, fui incluido en un selecto grupo de 8 reclutas que ya conocían su futuro gracias a “la gestión” de padres, parientes o amigos, para que se les ubicara "cerca de La Habana" y en "trabajos de oficina". Zanetti me "cantó la letra” y dijo quienes de nuestra compañía serían. Hice amistad con algunos de ellos para intentar saber más del asunto, pero ni ellos sabían cómo sería. Lo supe cuando, ya parados en formación para que los jefes escogieran, vi como uno de ellos -el que había optado por los elegidos-, continuaba mirando y preguntando a los reclutas que le llamaban la atención. Y cuando comenzó a acercarse a mi fila, recé para que se detuviera ante mi y se interesara por lo qué yo sabía hacer. Pero pasó de largo. Entonces le seguí con el rabillo del ojo y pensé: "...¡vuelve, coño, y dime algo...!" Y lo hizo. No me dejó terminar de decir todo de lo que yo era capaz. "...ponte allí, con aquel grupo ..." Zanetti me miró y sonrió. ¡Era el octavo!

Nos llevaron a las oficinas de la DAAFAR (Defensa Aérea y Antiaérea), cuyo Estado Mayor era la Unidad 1091, que estaba en el antiguo campamento de Columbia en La Habana -el dictador derrocado, Batista, dirigió el golpe de estado que lo había llevado al poder 13 años antes desde allí-. Después de un mes de trabajo en el Departamento de Personal, me trasladaron a la Unidad 1993 -la Base de Helicópteros de Baracoa, a 19 kilómetros de la ciudad- y me convertí en ayudante de la Sección de Operaciones, que dirigía un subteniente -no era "viejo rebelde"-, de apellido Massip, pariente de un conocido geógrafo cubano.

En aquel aeropuerto -construido poco antes del triunfo de la revolución-, cultivé una excelente relación con mi nuevo jefe durante más de un año. Se llamaba Salvador y tenía apenas 7 u 8 años más que yo. Ambos éramos entusiastas del conocimiento, cualquiera que fuera. Me hice especialista en "defensa antiquímica", planchetista -el que anota los movimientos de tropas y medios en pizarras del puesto de mando-, diseñé planes de preparación combativa, dislocación militar y otras modalidades de tácticas y estratégicas. Estudiabamos cuál sería el punto más probable de un ataque nuclear a La Isla y qué hacer en caso de que sucediera. En una de las operación de entrenamiento con medios reales -cientos de soldados, decenas de transportes y piezas de artillería ligera-, cortamos el tráfico de la carretera central para facilitar el movimiento de nuestro pequeño ejército. Y apenas pasada una hora, llamaron desde JUCEPLAN -Junta Central de Planificación- para saber qué carajo sucedía porque por entonces se perdían millones de pesos por minuto si no se podía circular por esa vía, construida casi 50 años antes.

En fin, que la crisis que me supuso el cambio a la vida militar, fue atenuándose gracias a las numerosas noches que pasaba en vela -tomábamos anfetaminas- aprendiendo “El Arte de La Guerra”, tocando campanas o haciendo sonar sirenas que despertaban a “nuevos reclutas” y "viejos rebeldes" -dormidos en sus confortables colchonetas-, para avisarles de que debían entrar en combate, aunque no fuese real, pues esa era la mejor forma de mantener “la disposición combativa” para rechazar al enemigo.

Y mientras corrían fusil en mano, aún ciñéndose cananas y mochilas en medio de la oscura madrugada, yo escuchaba sus voces decir: "... hasta cuando esos dos locos de operaciones nos van a seguir jodiendo el sueño ..."

LB

viernes, 12 de octubre de 2007

Un político testarudo

Montamos en los camiones que nos llevarían a nuestro destino cargados de comida y medicamento de todo tipo que nuestros padres colocaron en las maletas y mochilas para el largo viaje de 3 años que emprendíamos. En medios de sus amables lágrimas y pañuelos agitados en el aire, oíamos las voces severas y firmes de los nuevos jefes de nuestras vidas. Cuando desembarcamos en El Chico -campamento de entrenamiento militar cerca de La Habana-, nada fue tan doloroso como ver caer al suelo los cabellos de nuestras melenas que buscaban ser como las de los muchachos de Liverpool, a los que dejamos de parecernos inmediatamente sobre todo en el color de la ropa que ahora teníamos puesta: el verde olivo.

"¡Atencióón!", decía el sargento. Y quedábamos tiesos hasta el "¡Descanse!" Era duro, pero emocionante. Nunca antes había tenido un arma tan moderna en mis manos: un Garand, como el que había visto en las manos de John Wyne. Después supe que era de la II Guerra Mundial, ocurrida 25 años antes. Aprendí a desarmarlo con la velocidad de los expertos que salían en las películas americanas. Y a cavar trincheras como ellos. Pero las clases que más me gustaban eran las del Político, muchacho algo más viejo que yo y más bajito. Su fisionomía, color acaramelado y manera de hablar, revelaban que era “oriental”. Y nos enteramos que “fue combatiente de la Sierra y que luchó con el Ejército Rebelde para liberar a Cuba de la tiranía batistiana”.

Los viejos rebeldes, en su mayoría campesinos, o del "interior" -como se llama aún hoy a los que no son "habaneros"-, tenían ahora ante si una nueva tarea titánica: educar en la tradición guerrillera y militar a jóvenes de ciudad, lo cual -era obvio- producía un choque cultural de consecuencias impredecibles. La intención era buena, pero la forma de conseguirla -en mi opinión- equivocada. Y así fue, al menos en mi caso.

Al Político de mi compañía -en general-, no le gustaba que le hiciéramos "preguntas complicadas" en las clases de Marxismo y materialismo histórico. Pero -en particular-, solía irritarse cuando venían de mi. Los reclutas nos divertíamos con estas situaciones. Intercambiamos miraditas. Yo con Zanetti -un negro-azul, con una sonrisa espléndida que denunciaba su singular inteligencia y comprensión de los que nos sucedía-. Era mi cómplice, pero, paradojicamente, también, el alumno preferido del Político.

Y llegó el día de hacer la votación semanal para elegir al mejor soldado de la compañía en la "emulación" -palabra que sustituía a "competencia"- y declararlo "vanguardia" -que sustituía a "ganador"-. La elección se hacía mediante proposiciones de la masa y la elección de ellos por votación directa y abierta levantando la mano. Zanetti y yo -líderes entre los grupos de afinidades que se habían creado en la muchachada- fuimos nominados entre otros.

En el primer conteo de los brazos en alto -cada compañía tenía 3 pelotones y estos 30 reclutas-, yo y mi amigo obtuvimos la mayor cantidad de votos, pero gané yo por un margen muy pequeño de 2. El Político no dio por bueno el conteo. Argumentó que era incorrecta porque no todos votaron. Y pensé: "¿cómo llevó la cuenta, es imposible recordar más de 240 brazos -cada uno tiene dos- y quién movió uno u otro?" Miré a Zanetti y ladeo la cabeza hacia la izquierda como diciendo "...se equivoca..." Y así fue, el guajiro marxista -lo llamo así sin ironía y con respeto por su voluntad de aprender-, no se dio cuenta que su discurso -seguía hablando de las cualidades de Zanetti y recordando lo que yo no había cumplido-, lo único que provocaría era sumar toda la simpatía de la compañía a mi favor. Su, "muela" -así decíamos en la cultura popular habanera a las palabra que nada decían o querían manipular a quien iban dirigidas- terminó y pidió una segunda votación.

Disfruté "el estímulo" -sustituía a "recompensa"- que obtuve como ganador una semana después. Consistía en un “pase” de 12 horas para salir de la Unidad Militar. En la tarde del día de mi triunfo, conté a mi madre (que pudo ir a visitarme gracias a la cortesía de los padres de mi antigua secretaria en la empresa), la anécdota de mi primer combate en las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La llevaron en su automóvil. Y Nancy -enamorada de mi, aunque yo no sabía como decirle "no eres mi tipo"-, nos hizo una foto a mi madre y a mi. ¿Verdad que son bonitas las palmas que se ven el fondo?

El 3 de octubre de este año 1965 -seis meses después que empecé el entrenamiento de 45 días-, crearon el nuevo Partido Comunista de Cuba y eligieron a su Comité Central y al Secretario General.

LB

viernes, 5 de octubre de 2007

Psicoterapia económica

El economista era tío Fernando. Tenía título de contador público y larga experiencia con comerciantes judíos de calle Muralla. Desde finales de 1959 vaticinó que La Isla navegaba hacia El Comunismo. Yo le escuchaba en las tertulias de familia, impregnadas del tono exaltado y polémico que caracteriza nuestra identidad -yo no sabía qué era eso-. Siempre pedía calma y tiempo para explicarse. Prima Nenita -su hija-, fue la primera en "irse al norte" para salvarse de "lo que vendría". Y mis deseos de adolescente priorizaron "ir para allá también" para convertirme en el simpático y hábil "dealer" de La Vegas que soñaba ser (jugando a las cartas con los amigos era el mejor). Pero mi utopía debía esperar que mi prima enviara un "money order" por 25.00 dólares para pagar el pasaje. Ella -2 años mayor-, nunca lo hizo. Cuando tuvo esa cantidad reunida compró un perrito que le gustaba. Su decisión, cambio mi destino. Cuando lo supe -tras varios meses de agónica espera-, decidí "quedarme" -tampoco sabía qué significa eso-. Me levanté y busqué trabajo. Lo encontré en el barrio más antiguo de la ciudad, un “país" llamado Habana Vieja, Comenzó mi segunda emigración. Aprendí a "ir en guagua" -bus- diariamente hasta donde pasaba 8 horas para ganar un salario mensual de 127.00 pesos -digno entonces-. Mis estudios inconclusos de “comercio" -3 años-, me permitieron ocupar un puesto de Auxiliar de Métodos y Sistemas en una empresa consolidada de las que creó La Revolución con las expropiaciones y recuperación de lo que estaba en manos extranjeras -o no-, pero decían que "era nuestro". El Ministerio de Industrias -órgano superior de "mi empresa"-, lo gobernaba la misma persona que dirigía la Fortaleza de la Cabaña cuando 3 años antes mi tropa de boyscout se avitualló con excelentes medios: Guevara. Y ahora volví a coincidir con él, pero como su jefe. Se sumó como trabajador voluntario al conteo de almacén diseñado por mi para una de las 12 fábricas metalúrgicas donde yo debía organizar el "control de los inventarios". Le asigné la tarea de medir y anotar, cuidadosamente, las existencias de cabilla corrugada.

Las nuevas relaciones humanas y oportunidades que tenía ante mi gracias al trabajo, no vencieron de inmediato mis viejos sueños, ni siquiera cuando, ascendido, fui nombrarón Responsable de la Sección de Importaciones, cargo con secretaria y 3 subordinados para controlar un plan de 19 millones de dólares. Yo tenía un año menos que la cifra y mi cabeza debía compartir esa responsabilidad con una vocación por la pintura y la escultura, además de dejar espacio a clases de alemán que -según yo creía- me dejarían leer El Capital en la lengua original que fue escrito.

Por supuesto, exploté. Y fui ver un psicólogo privado. Bello consultorio en Nuevo Vedado. Larga entrevista sobre mis crisis. Pruebas con figuras y preguntas extrañas. En fin, una hora hablando con alguien que me entendía. "Su caso es interesante", concluyó. Y recetó: "Necesitas 2 sesiones semanales de terapia durante varios meses". Finalmente, me invitó a ver a su ayudante para asignar los turnos y pagar la consulta. Con amable sonrisa, ella dijo: "Son 20.00 pesos por esta y por cada una de las próximas sesiones." Me dio un papel con las citas y comencé a calcular. ¡160.00 pesos al mes! Inmediatamente supe que, allí, mi enfermedad era incurable.

Al siguiente día llegué a mi oficina y un activista sindical pasó preguntando quién quería apuntarse para ir a cortar caña a un "país" llamado Camagüey. Y, sin pensarlo, me anoté. 72 horas más tarde estaba en un tren, lleno de rudos metalúrgicos que comenzaron a protestar cuando tras 12 horas de viaje la locomotora se detuvo -habíamos llegado al fin de la vía férrea- y vimos ante nosotros los sembrados interminables del central Violeta en Mamanantuabo. Bajamos y miré a mi alrededor. A unos metros de los vagones, descubrí las pequeñas pirámides de guano de varios varaentierra. Y saliendo de ellas a macheteros con largas melenas y barbas, vestidos con pantalones a media pierna y camisas rústicas de tela arpillera, tiznada por el hollín de las quemas de cañaverales. Venían a recibirnos. Entonces pensé: "...acabo de llegar a la pre-historia, estoy curado..."

Allí tumbé mis primeras cañas y cargué a mano en carretas -como la que se ve en la foto-, las 500 arrobas de la norma diaria por machetero, hasta que llegó el telegrama que me ordenaba volver a La Habana para incorporarme al Servicio Militar Obligatorio.

LB

domingo, 23 de septiembre de 2007

El octavo reto

No recuerdo el día -fue entre la invasión de Bahía de Cochinos y las tensiones de la Crisis de Octubre-, abuelo ingresó en el Sanatorio La Esperanza donde murió de tubercolosis en 1964. Su médico -el doctor Pentón, un mulato oscuro, bajito y grueso-, recomendó a mi madre darme una cucharada diaria de Emulsión de Scoot -variante comercial del aceite recino-, para fortalecer mis huesos y pulmones. El remedio llegó a gustarme tanto que tuvo que esconder el pomo para que yo no lo vaciara a buchitos continuos como hago actualmente con el café.

La falta de abuelo en casa -cuidaba de mi mientras su hija trabajaba-, provocó la primera emigración de mi vida: debía ir a casa de tía Irma a comer y pasar el día en su territorio hasta que mi madre regresara del “país” donde ganaba nuestro sustento: El Vedado. Por entonces, los barrios de La Habana -algunos con costas como El Malecón, llenos de edificios brillantes multicolores, o El Miramar, sembrado de casas hermosas y fascinantes como las que se veían en las películas, eran para mi "otros países". Pero distintos al Luyanó donde yo llegaba ahora. Aquí, el paisaje urbano se parece al de donde vengo y hay jóvenes como yo mataperreando en la calle. Dicen "monina", "ecobio", "asere". Usan cariolas similares hechas de madera y rolletes. Además, no hay diferencias en las reglas para jugar a las bolas -"al ñate", la difícil, o "tiro libre", donde no hay que hacer una catapulta con los dedos para lanzar la canica y "quimbar" alguna del contrario. Pero no es fácil empinar porque el poder del viento merma sin espacio libre de fronteras y los postes de electricidad entorpecen el vuelo de chiringas y papalotes. Hoy sé que emigrar significa relacionarse con personas diferentes y -sobre todo- entender cómo se comunican, además de adaptarnos y convivir con esos "otros". Pero entonces yo no lo sabía.

Por eso me sorprende tanto -estoy en la bodega de José, casi todas son de españoles-, cuando el líder de la muchachada de este barrio -Chicha- se vira de repente hacia mi desafiante y abriendo sus brazos en cruz me dice gritando: "¡¿que es lo que tú te crees?" Y agrega, apuntando con el dedo índice de su mano derecha a mi cara: "¡Tú no eres mejor que nadie aquí!"

Quedo inmóvil y pensando cómo entender lo qué sucede. Hace sólo unos segundos, toqué su hombro por la espalda para pedír espacio en el mostrador lleno de clientes. Quiero comprar el refresco más grande y barato del mercado: Materva. Chicha interpreta mal mi silencio y agrega -envalentonado y agresivo-: "¡Porque tu eres una mierda y me cago en el coño de tu madre!" Dicho esto -las ofensas mas potentes de nuestra cultura-, me quedo sin opción de averiguar porqué y hablar, que es lo que prefiero siempre para resolver un problema. Miro el cuchillo con que el diligente José cortó el jamón para la vieja Dulce, mientras Imagino hasta donde puede llegar esta situación. Y sin intentar adivinar más, me lanzo hacia mi recién estrenado enemigo abrazándolo por la cintura para tumbarlo. Comienza el primero de los combates que tendré este día con él.

Personas mayores y amigos nos separan. Aún jadeante y revisando las partes de mi cuerpo donde recibí golpes y apretones, vuelvo a casa de la hermana de mi madre y encuentro a mi tío político, Diego. Explico lo qué pasó y me responde: "Sal ahora mismo y donde quiera que lo encuentres, rómpele la cabeza, ¿Me oíste? ... ¡Los hombres no le tienen miedo a nadie!" Y pienso, "tiene razón, ¿qué dirán de mi Angelita y Caridad?" -dos muchachas de aquí que me gustan-. Y regreso a las calles de “este país” que sólo haré mío haciendo la paz con el negro Chicha al atardecer -frente al cine Atlas-, cuando conversemos sobre lo que pasó y entendamos los mensajes equivocados que cruzamos antes de reconocer ambos que ninguno de los dos ganó alguno de los 7 combates que sostuvimos aquel día.
LB

lunes, 17 de septiembre de 2007

El discurso equivocado

Nunca olvido el primer discurso público que hice. ¡Que desastre!
La Revolución Cubana se estrenaba en el poder. Y gracias a ella, los que éramos parte de la Tropa No. 3 de Boys Scouts de La Habana -con oficinas en la Iglesia de Jesús del Monte-, disponíamos del mejor equipamiento de campaña para las actividades escultistas que inspiró -medio siglo antes- el fundador de esa organización para jóvenes: el militar inglés Lord Robert Stephenson Smyth Baden-Powell of Gilwell. Nos habíamos abastecidos en almacenes de la Fortaleza Militar de la Cabaña -que controla El Morro-, al mando de la cual estaba un comandante del Ejercito Rebelde: Ernesto Guevara de la Serna. El privilegio logístico que recibieron los scouts pobres de mi barrio fue posible gracias a vínculos de nuestro jefe de tropa con el movimiento insurreccional en La Isla.

Dueños de tiendas de campaña, cantimploras, mochilas, cuchillos comandos y cuanta parafernalia usan los soldados para ir a la guerra, mi patrulla -de nombre Pantera y de la cual yo era Guía Mayor o jefe-, planificamos una excursión a La Loma del Burro, una de las 3 elevaciones emblemáticas de la zona de 10 de Octubre donde nací. Había sólo un problema que resolver: la seguridad. Al pie de ese lugar estaba el barrio Las Yaguas, bautizado así por los materiales con que había construido viviendas la población más desfavorecida y marginal de la ciudad, en su mayoría negros y mestizos. Los yaguences tenían fama de violentos, ladrones y -la más onerosa- secuestradores y violadores de niñas blancas, sobre todo rubias. De esa mitología y del dogma de competencia básico que implicaba ser scout -defender la bandera propia sobre todo lo demás-, nació el plan de defensa que preparamos para protegernos del mal y, lo esencial, cuidar de nuestras propiedades recién adquiridas.

Acampamos sábado en la mañana. Levantamos los endebles techos de lona verde olivo de las tiendas para pasar la noche y recogimos leña para cocinar los alimentos enlatados -mi mamá compró los míos en la bodega de Antonio-. Pasamos la tarde atareados en ejercicios para aprender como sobrevivir en medio de la naturaleza sin ayuda de la civilización. Al anochecer, elegimos puntos de vigilancia y repartimos la guardia nocturna. Nos acostamos. Y 3 horas después, en medio de mi somnolencia fue cuando escuché los gritos que anunciaban "¡Ataque, Ataque!". Me embargó el pánico y no pensé en otra cosa que recoger mis pertenencias y salir corriendo cuesta abajo. Minutos después me detuve y al volver la vista atrás vi a mi mejor amigo -Noel Lima-, enarbolando la bandera y gritando: "¡No se la llevaron!, ganamos, ganamos.!". Cuando me acerqué a él, descubrí las heridas que le había causado aferrarse a la insignia -que jamás soltó-, cuando fue arrastrado por el “enemigo” que quería apropiarse del símbolo de tela. Asustados aún, algunos vecinos de Las Yaguas que habían acudido al escuchar nuestro alboroto, volvieron a sus moradas.

El ataque había venido de unos pocos miembros de nuestra propia tropa -otra patrulla de la cual ya olvidé el nombre-, que querían ganar la fraternal emulación que sosteníamos.

A la semana siguiente, en la reunión de balance y entrega de premios, mi grupo fue declarado vencedor y me pidieron que dijera unas palabras para estimular a los demás a seguir nuestro ejemplo. Fue entonces cuando hice el discurso que me hubiera no haber pronunciado jamás. Solemne, dije: "Todo lo que se ha dicho me parece muy bien, pero lo único que tengo que decir es que 'el que imita, fracasa', muchas gracias." Esto ocurrió casi 50 años atrás y aún no sé qué me impulsó a decir aquello. ¿Ignorancia, vanidad o simplemente la inocencia de mis 14 años?
LB

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Las preguntas sin respuesta

No recuerdo si fue antes o después del 59 -esa cifra que todos mencionan para dividir el tiempo histórico de Cuba-. Pero eso no es importante. Lo es que el suceso provocó una de las preguntas que aún no he podido responderme: ¿Porqué mataron a Cheo? Unos decían que por abusador. Otros, por guapo -sinónimo de valiente en La Isla-. Algunos, que "lo cogieron desprevenido". Y las causas equivocadas se acumularon sin que nadie despejara mi duda. Yo estaba allí cuando ocurrió. Y como otros espectadores del barrio, le vi correr, ensangrentado -las manos apretando su abdomen-, hasta que desapareció por la calle que lo llevaba a la Casa de Socorro de Luyanó, donde murió.

Era mulato, alto, robusto, bien parecido y padre de los hijos de Teresa, a quien mi madre confiaba la ropa de lavar para ganar el tiempo que le restaba el empleo de cajera en un hotel del Vedado. No sé de qué vivía Cheo, pero si que había recibido uno de los santos -Chango- que confiere a sus adeptos una de las religiones que profesan los cubanos. Su verdugo, también mestizo, pero más joven, era delgado y más pequeño, como su padre, que ayudó en la faena. La sentencia se ejecutó en la bodega de Antonio, un emigrante español con delirios de amar varones y buena consciencia para fiar víveres y licores a una clientela que, como él, sobrevivía a los vaivenes del mercado. Era bueno, pero no tonto y menos cobarde. Todos le respetaban, incluso Cheo y el contrincante que acabó con su guapería -esa actitud, buena o mala, que manifiesta el guapo-.

No vi cómo le dieron la primera puñalada, ni como Antonio, para expulsarlos de su negocio, saltó por encima de la barra cubierta de vasos de cerveza y saladitos que consumían el marido de Teresa y otros clientes. Me sumé a los espectadores cuando, ya herido, atravesaba la calle intentando alcanzar el comercio de Alvaro, enfrente al de su coterráneo -ambos en la esquina donde Marqués de la Torre intercepta con calle Mangos, al pie del costado norte de La Loma de La Iglesia-. Imaginé que quería armarse con uno de los cuchillos que, reposando, servían para lascar y/o cortar jamones y embutidos ofertados por las bodegas. Pero no lo logró porque antes de llegar le alcanzaron el joven y su padre, que descargó un machetazo sobre la espalda de quien parecía víctima y del que después supe fue quién sembró la situación por la cual rendía cuentas en ese momento.

"...no quiero verte en este barrió...", había dicho varias veces Cheo a quien ahora lo cocía a puñaladas. La motivación para forzarlo a emigrar era "cosa de hombres y poder de territorios", pero implicaba un conflicto: la casa donde vivía el amenazado era la de su familia y estaba a 30 metros de la cuartería donde el candidato a cadáver visitaba a sus hijos y se lavaba la ropa que yo usaba.

Nadie de los numerosos vecinos que presenció los hechos hizo algo más que gritar para evitar la tragedia. Cuando volví a casa cuidando con mis manos el papalote recién comprado -tenía formas y colores de la bandera cubana-, mis ojos adolescentes y mi corazón aún asustado por el baile de las armas ensangrentadas, me hicieron una pregunta que hoy, casi medio siglo después, no sé contestar.

Esta crisis sucedió cuando en mi vida todavía no habían comenzado las emigraciones sucesivas de que disfruté después. Vivía yo dentro de las fronteras cerradas de mi barrio, del que nunca había salido. Pensaba como “el aldeano maravilloso" que cree a su aldea el mundo entero y con tal que su papalote se eleve y que su rabo eche a bolina el de otros, da por bueno el domingo, sin pensar en los que fabrican conocimiento en la loma grande y que trabajan para cambiar el viento que juega con "Las Islas de este Mundo".

LB

viernes, 7 de septiembre de 2007

El poder del aire.

Hoy, tras 60 años de navegar por el mar de la vida a donde fui traído desde las tranquilas aguas del vientre de mi madre, algo tengo que decir sobre mi derrota, sus peripecias y los mapas e instrumentos que me ayudaron a eludir naufragios y catástrofes de los que otros muchos han sido y son víctimas y que he visto -me han contado o he leído-, como ocurren.

Comencé el viaje en un lugar llamado entonces Loma de La Iglesia. Tal escenario está ubicado en el actual Municipio 10 de Octubre de Ciudad de La Habana, capital de Cuba. Y en aquella colina -desde allí se ve casi toda la ciudad-, fue donde viví mis primeras crisis y adquirí el primer conocimiento. A lo largo de este Blog evitaré inventar recuerdos que mi memoria no supo o no pudo retener. Lo que les contaré de aquellos momentos y de otros posteriores -incluso de este presente que no puedo inmovilizar pues se torna inmediatamente en el pasado permanente que soy-, será mediante la mejor combinación de palabras que encuentre para expresar lo que deseo comunicar. Sé que la lengua y el medio de que dispongo, establecen límites a la cantidad de lectores que puedo aspirar. Y aunque con ello se merma mi vanidad de autor que quiere ser leído y escuchado por todos sus semejantes de especie - es decir, alcanzar Fama Total-, lo acepto. No tengo elección.

Fama Total era lo que queríamos alcanzar cuando competíamos en las tardes de sábado y domingo los que en aquellos años 50 del siglo XX empinábamos papalotes y chiringas en la pequeña montaña rodeada por el poder del aire. A lo más alto del cielo remontábamos las cometas multicolores controladas por frenillos -mandos fijados a las varillas que soportaban el papel de china-, y por el cordel con mariposas de tela -el rabo- donde escondíamos las armas letales para el hilo de Manila con que se gobernaba el artefacto desde tierra: las cuchillas. Cuando alguno de los atletas hacía perder el control del juguete a otro –cortaba el hilo con las cuchillas mediante una maniobra hábil-, veíamos como el viento vapuleaba al frágil artefacto aéreo hasta hacerlo caer sobre algún techo de la urbe. Ahí comenzaba la alegría y el regocijo por la hazaña. Y todos, incluida la voz del perdedor, gritaban: ¡Se fue a bolina!

Esas experiencias fueron el motivo de mis primeras crisis sociales -cuando el papalote vencido era el mío-. Por entonces, no aceptaba que mi derrota era consecuencia natural de mi incompetencia en el juego y discutía con la muchachada multicolor para restar valor a lo logrado por el vencedor. Aún hoy -a veces-, sigo pensando que perdía porque otros disponían de mejores medios y recursos -en algún caso, era objetivamente cierto-. Pero con el tiempo aprendí a aceptar los hechos más allá de cualquier comentario que me justificara como perdedor -¡no siempre lo fui!-. Ello me hizo dueño de un conocimiento esencial y útil para navegar en muchas y diversas situaciones en el Mar de La Vida: toda situación nace de una causa y si quiero evitar que vuelva a ocurrir -porque me provoca daño y/o dolor- tengo que identificarla y evitar que se repita. En ocasiones, he descubierto que la causa estaba en mi mismo. Para bien o para mal.

Siempre que recuerdo aquel tiempo, viene a mi memoria el título que dio Raúl Roa -conocido en Cuba como El Canciller de La Dignidad- a uno de sus libros más divulgados: La Revolución del 30 se fue a bolina. Él murió en 1982. Quienes le escuchamos empinar La Palabra en vida lo recordamos como experto en Crisis y Conocimiento.


LB.