lunes, 29 de octubre de 2007

3 años, 2 meses y 18 días (2da. parte)

El primer año de vida militar llegó a hacerme creer que estaba en el mejor de los mundos posibles. Todo se hacia de acuerdo a un orden y un plan. Se improvisaba apenas lo necesario para corregir las desviaciones del azar. Y tenía una oferta tentadora: "...si juras por 25 años, serás soldado regular con 127.00 pesos de sueldo y todo lo demás, saldrás de pase todos los días -si no hay acuartelamiento-, y lo mejor, los ascensos, puedes llegar hasta comandante...", me decía "Malanga", el cabo que atendía cuestiones de transporte. Blanco madurito -quizá 40-, de barrio popular de La Habana: El Cerro. Le gustaban las negras y le "fajaba" a María, la oficinista de Retaguardia. Linda y simpática mujer con la que se casó en mi último año en las FAR.

Pero en el segundo y tercer todo cambió. El mundo más allá de Cuba, parecía estallar en 1966 y 1967. Olas de focos guerrilleros por todas partes. Las creíamos consecuencia de la despedida de aquel comandante con el que coincidí en dos ocasiones y al que otras tierras del mundo reclamaron el concurso de sus modestos esfuerzos, como dejó dicho a su compañero de lucha en la carta de despedida que a tantos emocionó cuando fue leída en la asamblea de creación del PCC dos años antes de que lo mataran en Bolivia. Las alertas de combate comenzaron a ser más frecuentes, mermando mis descansos en casa y la posibilidad de ver amigos y novias. Aunque ahora estaba más cómodo porque mi unidad, convertida en apoyo de la aviación agrícola, fue trasladada a Columbia. Con lo cual me encontraba a sólo 40 minutos de mi barrio en la 79, una de las rutas de ómnibus que tenía paradero en la Terminal de Marianao. Pero la felicidad nunca es completa.

El nuevo Jefe de Operaciones -un teniente piloto, de origen oriental, que se sumó al Ejercito Rebelde en los últimos meses de lucha contra el antiguo Ejército Constitucional-, preguntó un día "¿Porque Buría se va de pase diariamente." Y Massip -ahora subordinado a él-, le explicó: "...estudia y cuando termina las clases duerme en su casa que está cerca..." Yo intentaba obtener mi diploma de bachillerato. "¿Pero él es del S.M.O. o enganchado?", indagó Bles (yo no usaba el distintivo que identificaba a los del S.M.O.) Y cuando supo que era "recluta", ordenó que tenía que dormir todos los días en la unidad y salir cada 15 días. Su decisión destrozó mi equilibrio -¡yo hacia todo el trabajo de operaciones, incluso parte del que debía hacer él, que salía todos los días y temprano!-. Fui a parar a psiquiatría del Hospital Militar, donde no quise quedar ingresado cuando me llevaron al pabellón G y vi a los que estaban en tratamiento. Me fui a casa y me rapé como un monje budista.

Una semana después volví al cuartel. Intenté explicar a Bles qué pasaba y mostré el papel del diagnóstico. Sin leerlo, me dijo "... eres un habanerito desertor y te voy a hacer Consejo Militar..." Exploté: "...si sigues hablando mierda cojo la metralleta y te caigo a tiros cojones..." La gritería terminó ante el Jefe de Estado Mayor -primer teniente Bermudez, guajiro corpulento y combatiente de la sierra-, que me retó: " ...tú lo que necesitas es pasar un tiempo en una unidad de tanques en los montes de Pinar del Río..." Y sin titubear dije: "¿Cuando me voy?" Entendió de inmediato el conflicto y tranquilo propuso: "Habla con Calixto -Jefe de Retaguardia y el militar más honesto e inteligente que he conocido- y dile que te vas a trabajar con él." Al siguiente día estaba sentado en un buró al lado de María, preparándole a "Malanga" los gráficos de mantenimiento del parque de vehículos. Con él aprendí a manejar jeeps y camiones en los taxiways y pistas del aeropuerto, donde un día casi choco con un avión que venía aterrizando, uno de los Ming 15 comprados a la U.R.R.S.

No hice la zafra del último año, como debían hacer los que "cumplían el servicio". En la reunión de jefaturas para calcular "bajas" y planificar "altas" de sustitución de la fuerza de trabajo, Calixto me calificó de "imprescindible" hasta que me licenciaran. Cuando comenzó el análisis -yo era el único recluta presente-, un "viejo combatiente" preguntó: "¿qué podríamos hacer para que los muchachos nuevos se queden con nosotros?". Y Calixto, que además era Secretario General del Partido de la Unidad, le contestó sonriendo: "Pregúntale a Buría, él te puede decir porqué no se quedan."
LB

martes, 23 de octubre de 2007

3 años, 2 meses y 18 días (1ra. parte)

En total, 809 amaneceres. El salario mensual como recluta del S.M.O. era de 7.00 pesos. O sea, que durante toda mi permanencia en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, gané 182.00 pesos cubanos de aquella época -1965/1968-. Además de la asignación anual de los 2 uniformes con su gorra, un par de botas -rusas, ¡magníficas!-, 2 mudas de ropa interior -calzoncillos y camisetas, verde olivo, con su correspondientes pares de medias-. Y los desayunos, almuerzos y comidas en la Unidad Militar, con excepción de los días de pasé, que durante el primer año -en mi caso- consistieron en 36 horas de fin de semana cada 2. ¡Ah!, y alojamiento en el cuartel: una de las dos camas de que se componían las literas con su sábana y almohada. Y la taquilla -rectángulo cúbico de 30x80x40 cm- con llave para guardar propiedades. Jabón y pasta de dientes.

Tuve mucha suerte pues al final de los 45 días de entrenamiento, cuando “los jefes" fueron a separar soldados para cubrir las necesidades de personal de sus unidades militares, fui incluido en un selecto grupo de 8 reclutas que ya conocían su futuro gracias a “la gestión” de padres, parientes o amigos, para que se les ubicara "cerca de La Habana" y en "trabajos de oficina". Zanetti me "cantó la letra” y dijo quienes de nuestra compañía serían. Hice amistad con algunos de ellos para intentar saber más del asunto, pero ni ellos sabían cómo sería. Lo supe cuando, ya parados en formación para que los jefes escogieran, vi como uno de ellos -el que había optado por los elegidos-, continuaba mirando y preguntando a los reclutas que le llamaban la atención. Y cuando comenzó a acercarse a mi fila, recé para que se detuviera ante mi y se interesara por lo qué yo sabía hacer. Pero pasó de largo. Entonces le seguí con el rabillo del ojo y pensé: "...¡vuelve, coño, y dime algo...!" Y lo hizo. No me dejó terminar de decir todo de lo que yo era capaz. "...ponte allí, con aquel grupo ..." Zanetti me miró y sonrió. ¡Era el octavo!

Nos llevaron a las oficinas de la DAAFAR (Defensa Aérea y Antiaérea), cuyo Estado Mayor era la Unidad 1091, que estaba en el antiguo campamento de Columbia en La Habana -el dictador derrocado, Batista, dirigió el golpe de estado que lo había llevado al poder 13 años antes desde allí-. Después de un mes de trabajo en el Departamento de Personal, me trasladaron a la Unidad 1993 -la Base de Helicópteros de Baracoa, a 19 kilómetros de la ciudad- y me convertí en ayudante de la Sección de Operaciones, que dirigía un subteniente -no era "viejo rebelde"-, de apellido Massip, pariente de un conocido geógrafo cubano.

En aquel aeropuerto -construido poco antes del triunfo de la revolución-, cultivé una excelente relación con mi nuevo jefe durante más de un año. Se llamaba Salvador y tenía apenas 7 u 8 años más que yo. Ambos éramos entusiastas del conocimiento, cualquiera que fuera. Me hice especialista en "defensa antiquímica", planchetista -el que anota los movimientos de tropas y medios en pizarras del puesto de mando-, diseñé planes de preparación combativa, dislocación militar y otras modalidades de tácticas y estratégicas. Estudiabamos cuál sería el punto más probable de un ataque nuclear a La Isla y qué hacer en caso de que sucediera. En una de las operación de entrenamiento con medios reales -cientos de soldados, decenas de transportes y piezas de artillería ligera-, cortamos el tráfico de la carretera central para facilitar el movimiento de nuestro pequeño ejército. Y apenas pasada una hora, llamaron desde JUCEPLAN -Junta Central de Planificación- para saber qué carajo sucedía porque por entonces se perdían millones de pesos por minuto si no se podía circular por esa vía, construida casi 50 años antes.

En fin, que la crisis que me supuso el cambio a la vida militar, fue atenuándose gracias a las numerosas noches que pasaba en vela -tomábamos anfetaminas- aprendiendo “El Arte de La Guerra”, tocando campanas o haciendo sonar sirenas que despertaban a “nuevos reclutas” y "viejos rebeldes" -dormidos en sus confortables colchonetas-, para avisarles de que debían entrar en combate, aunque no fuese real, pues esa era la mejor forma de mantener “la disposición combativa” para rechazar al enemigo.

Y mientras corrían fusil en mano, aún ciñéndose cananas y mochilas en medio de la oscura madrugada, yo escuchaba sus voces decir: "... hasta cuando esos dos locos de operaciones nos van a seguir jodiendo el sueño ..."

LB

viernes, 12 de octubre de 2007

Un político testarudo

Montamos en los camiones que nos llevarían a nuestro destino cargados de comida y medicamento de todo tipo que nuestros padres colocaron en las maletas y mochilas para el largo viaje de 3 años que emprendíamos. En medios de sus amables lágrimas y pañuelos agitados en el aire, oíamos las voces severas y firmes de los nuevos jefes de nuestras vidas. Cuando desembarcamos en El Chico -campamento de entrenamiento militar cerca de La Habana-, nada fue tan doloroso como ver caer al suelo los cabellos de nuestras melenas que buscaban ser como las de los muchachos de Liverpool, a los que dejamos de parecernos inmediatamente sobre todo en el color de la ropa que ahora teníamos puesta: el verde olivo.

"¡Atencióón!", decía el sargento. Y quedábamos tiesos hasta el "¡Descanse!" Era duro, pero emocionante. Nunca antes había tenido un arma tan moderna en mis manos: un Garand, como el que había visto en las manos de John Wyne. Después supe que era de la II Guerra Mundial, ocurrida 25 años antes. Aprendí a desarmarlo con la velocidad de los expertos que salían en las películas americanas. Y a cavar trincheras como ellos. Pero las clases que más me gustaban eran las del Político, muchacho algo más viejo que yo y más bajito. Su fisionomía, color acaramelado y manera de hablar, revelaban que era “oriental”. Y nos enteramos que “fue combatiente de la Sierra y que luchó con el Ejército Rebelde para liberar a Cuba de la tiranía batistiana”.

Los viejos rebeldes, en su mayoría campesinos, o del "interior" -como se llama aún hoy a los que no son "habaneros"-, tenían ahora ante si una nueva tarea titánica: educar en la tradición guerrillera y militar a jóvenes de ciudad, lo cual -era obvio- producía un choque cultural de consecuencias impredecibles. La intención era buena, pero la forma de conseguirla -en mi opinión- equivocada. Y así fue, al menos en mi caso.

Al Político de mi compañía -en general-, no le gustaba que le hiciéramos "preguntas complicadas" en las clases de Marxismo y materialismo histórico. Pero -en particular-, solía irritarse cuando venían de mi. Los reclutas nos divertíamos con estas situaciones. Intercambiamos miraditas. Yo con Zanetti -un negro-azul, con una sonrisa espléndida que denunciaba su singular inteligencia y comprensión de los que nos sucedía-. Era mi cómplice, pero, paradojicamente, también, el alumno preferido del Político.

Y llegó el día de hacer la votación semanal para elegir al mejor soldado de la compañía en la "emulación" -palabra que sustituía a "competencia"- y declararlo "vanguardia" -que sustituía a "ganador"-. La elección se hacía mediante proposiciones de la masa y la elección de ellos por votación directa y abierta levantando la mano. Zanetti y yo -líderes entre los grupos de afinidades que se habían creado en la muchachada- fuimos nominados entre otros.

En el primer conteo de los brazos en alto -cada compañía tenía 3 pelotones y estos 30 reclutas-, yo y mi amigo obtuvimos la mayor cantidad de votos, pero gané yo por un margen muy pequeño de 2. El Político no dio por bueno el conteo. Argumentó que era incorrecta porque no todos votaron. Y pensé: "¿cómo llevó la cuenta, es imposible recordar más de 240 brazos -cada uno tiene dos- y quién movió uno u otro?" Miré a Zanetti y ladeo la cabeza hacia la izquierda como diciendo "...se equivoca..." Y así fue, el guajiro marxista -lo llamo así sin ironía y con respeto por su voluntad de aprender-, no se dio cuenta que su discurso -seguía hablando de las cualidades de Zanetti y recordando lo que yo no había cumplido-, lo único que provocaría era sumar toda la simpatía de la compañía a mi favor. Su, "muela" -así decíamos en la cultura popular habanera a las palabra que nada decían o querían manipular a quien iban dirigidas- terminó y pidió una segunda votación.

Disfruté "el estímulo" -sustituía a "recompensa"- que obtuve como ganador una semana después. Consistía en un “pase” de 12 horas para salir de la Unidad Militar. En la tarde del día de mi triunfo, conté a mi madre (que pudo ir a visitarme gracias a la cortesía de los padres de mi antigua secretaria en la empresa), la anécdota de mi primer combate en las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La llevaron en su automóvil. Y Nancy -enamorada de mi, aunque yo no sabía como decirle "no eres mi tipo"-, nos hizo una foto a mi madre y a mi. ¿Verdad que son bonitas las palmas que se ven el fondo?

El 3 de octubre de este año 1965 -seis meses después que empecé el entrenamiento de 45 días-, crearon el nuevo Partido Comunista de Cuba y eligieron a su Comité Central y al Secretario General.

LB

viernes, 5 de octubre de 2007

Psicoterapia económica

El economista era tío Fernando. Tenía título de contador público y larga experiencia con comerciantes judíos de calle Muralla. Desde finales de 1959 vaticinó que La Isla navegaba hacia El Comunismo. Yo le escuchaba en las tertulias de familia, impregnadas del tono exaltado y polémico que caracteriza nuestra identidad -yo no sabía qué era eso-. Siempre pedía calma y tiempo para explicarse. Prima Nenita -su hija-, fue la primera en "irse al norte" para salvarse de "lo que vendría". Y mis deseos de adolescente priorizaron "ir para allá también" para convertirme en el simpático y hábil "dealer" de La Vegas que soñaba ser (jugando a las cartas con los amigos era el mejor). Pero mi utopía debía esperar que mi prima enviara un "money order" por 25.00 dólares para pagar el pasaje. Ella -2 años mayor-, nunca lo hizo. Cuando tuvo esa cantidad reunida compró un perrito que le gustaba. Su decisión, cambio mi destino. Cuando lo supe -tras varios meses de agónica espera-, decidí "quedarme" -tampoco sabía qué significa eso-. Me levanté y busqué trabajo. Lo encontré en el barrio más antiguo de la ciudad, un “país" llamado Habana Vieja, Comenzó mi segunda emigración. Aprendí a "ir en guagua" -bus- diariamente hasta donde pasaba 8 horas para ganar un salario mensual de 127.00 pesos -digno entonces-. Mis estudios inconclusos de “comercio" -3 años-, me permitieron ocupar un puesto de Auxiliar de Métodos y Sistemas en una empresa consolidada de las que creó La Revolución con las expropiaciones y recuperación de lo que estaba en manos extranjeras -o no-, pero decían que "era nuestro". El Ministerio de Industrias -órgano superior de "mi empresa"-, lo gobernaba la misma persona que dirigía la Fortaleza de la Cabaña cuando 3 años antes mi tropa de boyscout se avitualló con excelentes medios: Guevara. Y ahora volví a coincidir con él, pero como su jefe. Se sumó como trabajador voluntario al conteo de almacén diseñado por mi para una de las 12 fábricas metalúrgicas donde yo debía organizar el "control de los inventarios". Le asigné la tarea de medir y anotar, cuidadosamente, las existencias de cabilla corrugada.

Las nuevas relaciones humanas y oportunidades que tenía ante mi gracias al trabajo, no vencieron de inmediato mis viejos sueños, ni siquiera cuando, ascendido, fui nombrarón Responsable de la Sección de Importaciones, cargo con secretaria y 3 subordinados para controlar un plan de 19 millones de dólares. Yo tenía un año menos que la cifra y mi cabeza debía compartir esa responsabilidad con una vocación por la pintura y la escultura, además de dejar espacio a clases de alemán que -según yo creía- me dejarían leer El Capital en la lengua original que fue escrito.

Por supuesto, exploté. Y fui ver un psicólogo privado. Bello consultorio en Nuevo Vedado. Larga entrevista sobre mis crisis. Pruebas con figuras y preguntas extrañas. En fin, una hora hablando con alguien que me entendía. "Su caso es interesante", concluyó. Y recetó: "Necesitas 2 sesiones semanales de terapia durante varios meses". Finalmente, me invitó a ver a su ayudante para asignar los turnos y pagar la consulta. Con amable sonrisa, ella dijo: "Son 20.00 pesos por esta y por cada una de las próximas sesiones." Me dio un papel con las citas y comencé a calcular. ¡160.00 pesos al mes! Inmediatamente supe que, allí, mi enfermedad era incurable.

Al siguiente día llegué a mi oficina y un activista sindical pasó preguntando quién quería apuntarse para ir a cortar caña a un "país" llamado Camagüey. Y, sin pensarlo, me anoté. 72 horas más tarde estaba en un tren, lleno de rudos metalúrgicos que comenzaron a protestar cuando tras 12 horas de viaje la locomotora se detuvo -habíamos llegado al fin de la vía férrea- y vimos ante nosotros los sembrados interminables del central Violeta en Mamanantuabo. Bajamos y miré a mi alrededor. A unos metros de los vagones, descubrí las pequeñas pirámides de guano de varios varaentierra. Y saliendo de ellas a macheteros con largas melenas y barbas, vestidos con pantalones a media pierna y camisas rústicas de tela arpillera, tiznada por el hollín de las quemas de cañaverales. Venían a recibirnos. Entonces pensé: "...acabo de llegar a la pre-historia, estoy curado..."

Allí tumbé mis primeras cañas y cargué a mano en carretas -como la que se ve en la foto-, las 500 arrobas de la norma diaria por machetero, hasta que llegó el telegrama que me ordenaba volver a La Habana para incorporarme al Servicio Militar Obligatorio.

LB