domingo, 23 de septiembre de 2007

El octavo reto

No recuerdo el día -fue entre la invasión de Bahía de Cochinos y las tensiones de la Crisis de Octubre-, abuelo ingresó en el Sanatorio La Esperanza donde murió de tubercolosis en 1964. Su médico -el doctor Pentón, un mulato oscuro, bajito y grueso-, recomendó a mi madre darme una cucharada diaria de Emulsión de Scoot -variante comercial del aceite recino-, para fortalecer mis huesos y pulmones. El remedio llegó a gustarme tanto que tuvo que esconder el pomo para que yo no lo vaciara a buchitos continuos como hago actualmente con el café.

La falta de abuelo en casa -cuidaba de mi mientras su hija trabajaba-, provocó la primera emigración de mi vida: debía ir a casa de tía Irma a comer y pasar el día en su territorio hasta que mi madre regresara del “país” donde ganaba nuestro sustento: El Vedado. Por entonces, los barrios de La Habana -algunos con costas como El Malecón, llenos de edificios brillantes multicolores, o El Miramar, sembrado de casas hermosas y fascinantes como las que se veían en las películas, eran para mi "otros países". Pero distintos al Luyanó donde yo llegaba ahora. Aquí, el paisaje urbano se parece al de donde vengo y hay jóvenes como yo mataperreando en la calle. Dicen "monina", "ecobio", "asere". Usan cariolas similares hechas de madera y rolletes. Además, no hay diferencias en las reglas para jugar a las bolas -"al ñate", la difícil, o "tiro libre", donde no hay que hacer una catapulta con los dedos para lanzar la canica y "quimbar" alguna del contrario. Pero no es fácil empinar porque el poder del viento merma sin espacio libre de fronteras y los postes de electricidad entorpecen el vuelo de chiringas y papalotes. Hoy sé que emigrar significa relacionarse con personas diferentes y -sobre todo- entender cómo se comunican, además de adaptarnos y convivir con esos "otros". Pero entonces yo no lo sabía.

Por eso me sorprende tanto -estoy en la bodega de José, casi todas son de españoles-, cuando el líder de la muchachada de este barrio -Chicha- se vira de repente hacia mi desafiante y abriendo sus brazos en cruz me dice gritando: "¡¿que es lo que tú te crees?" Y agrega, apuntando con el dedo índice de su mano derecha a mi cara: "¡Tú no eres mejor que nadie aquí!"

Quedo inmóvil y pensando cómo entender lo qué sucede. Hace sólo unos segundos, toqué su hombro por la espalda para pedír espacio en el mostrador lleno de clientes. Quiero comprar el refresco más grande y barato del mercado: Materva. Chicha interpreta mal mi silencio y agrega -envalentonado y agresivo-: "¡Porque tu eres una mierda y me cago en el coño de tu madre!" Dicho esto -las ofensas mas potentes de nuestra cultura-, me quedo sin opción de averiguar porqué y hablar, que es lo que prefiero siempre para resolver un problema. Miro el cuchillo con que el diligente José cortó el jamón para la vieja Dulce, mientras Imagino hasta donde puede llegar esta situación. Y sin intentar adivinar más, me lanzo hacia mi recién estrenado enemigo abrazándolo por la cintura para tumbarlo. Comienza el primero de los combates que tendré este día con él.

Personas mayores y amigos nos separan. Aún jadeante y revisando las partes de mi cuerpo donde recibí golpes y apretones, vuelvo a casa de la hermana de mi madre y encuentro a mi tío político, Diego. Explico lo qué pasó y me responde: "Sal ahora mismo y donde quiera que lo encuentres, rómpele la cabeza, ¿Me oíste? ... ¡Los hombres no le tienen miedo a nadie!" Y pienso, "tiene razón, ¿qué dirán de mi Angelita y Caridad?" -dos muchachas de aquí que me gustan-. Y regreso a las calles de “este país” que sólo haré mío haciendo la paz con el negro Chicha al atardecer -frente al cine Atlas-, cuando conversemos sobre lo que pasó y entendamos los mensajes equivocados que cruzamos antes de reconocer ambos que ninguno de los dos ganó alguno de los 7 combates que sostuvimos aquel día.
LB

lunes, 17 de septiembre de 2007

El discurso equivocado

Nunca olvido el primer discurso público que hice. ¡Que desastre!
La Revolución Cubana se estrenaba en el poder. Y gracias a ella, los que éramos parte de la Tropa No. 3 de Boys Scouts de La Habana -con oficinas en la Iglesia de Jesús del Monte-, disponíamos del mejor equipamiento de campaña para las actividades escultistas que inspiró -medio siglo antes- el fundador de esa organización para jóvenes: el militar inglés Lord Robert Stephenson Smyth Baden-Powell of Gilwell. Nos habíamos abastecidos en almacenes de la Fortaleza Militar de la Cabaña -que controla El Morro-, al mando de la cual estaba un comandante del Ejercito Rebelde: Ernesto Guevara de la Serna. El privilegio logístico que recibieron los scouts pobres de mi barrio fue posible gracias a vínculos de nuestro jefe de tropa con el movimiento insurreccional en La Isla.

Dueños de tiendas de campaña, cantimploras, mochilas, cuchillos comandos y cuanta parafernalia usan los soldados para ir a la guerra, mi patrulla -de nombre Pantera y de la cual yo era Guía Mayor o jefe-, planificamos una excursión a La Loma del Burro, una de las 3 elevaciones emblemáticas de la zona de 10 de Octubre donde nací. Había sólo un problema que resolver: la seguridad. Al pie de ese lugar estaba el barrio Las Yaguas, bautizado así por los materiales con que había construido viviendas la población más desfavorecida y marginal de la ciudad, en su mayoría negros y mestizos. Los yaguences tenían fama de violentos, ladrones y -la más onerosa- secuestradores y violadores de niñas blancas, sobre todo rubias. De esa mitología y del dogma de competencia básico que implicaba ser scout -defender la bandera propia sobre todo lo demás-, nació el plan de defensa que preparamos para protegernos del mal y, lo esencial, cuidar de nuestras propiedades recién adquiridas.

Acampamos sábado en la mañana. Levantamos los endebles techos de lona verde olivo de las tiendas para pasar la noche y recogimos leña para cocinar los alimentos enlatados -mi mamá compró los míos en la bodega de Antonio-. Pasamos la tarde atareados en ejercicios para aprender como sobrevivir en medio de la naturaleza sin ayuda de la civilización. Al anochecer, elegimos puntos de vigilancia y repartimos la guardia nocturna. Nos acostamos. Y 3 horas después, en medio de mi somnolencia fue cuando escuché los gritos que anunciaban "¡Ataque, Ataque!". Me embargó el pánico y no pensé en otra cosa que recoger mis pertenencias y salir corriendo cuesta abajo. Minutos después me detuve y al volver la vista atrás vi a mi mejor amigo -Noel Lima-, enarbolando la bandera y gritando: "¡No se la llevaron!, ganamos, ganamos.!". Cuando me acerqué a él, descubrí las heridas que le había causado aferrarse a la insignia -que jamás soltó-, cuando fue arrastrado por el “enemigo” que quería apropiarse del símbolo de tela. Asustados aún, algunos vecinos de Las Yaguas que habían acudido al escuchar nuestro alboroto, volvieron a sus moradas.

El ataque había venido de unos pocos miembros de nuestra propia tropa -otra patrulla de la cual ya olvidé el nombre-, que querían ganar la fraternal emulación que sosteníamos.

A la semana siguiente, en la reunión de balance y entrega de premios, mi grupo fue declarado vencedor y me pidieron que dijera unas palabras para estimular a los demás a seguir nuestro ejemplo. Fue entonces cuando hice el discurso que me hubiera no haber pronunciado jamás. Solemne, dije: "Todo lo que se ha dicho me parece muy bien, pero lo único que tengo que decir es que 'el que imita, fracasa', muchas gracias." Esto ocurrió casi 50 años atrás y aún no sé qué me impulsó a decir aquello. ¿Ignorancia, vanidad o simplemente la inocencia de mis 14 años?
LB

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Las preguntas sin respuesta

No recuerdo si fue antes o después del 59 -esa cifra que todos mencionan para dividir el tiempo histórico de Cuba-. Pero eso no es importante. Lo es que el suceso provocó una de las preguntas que aún no he podido responderme: ¿Porqué mataron a Cheo? Unos decían que por abusador. Otros, por guapo -sinónimo de valiente en La Isla-. Algunos, que "lo cogieron desprevenido". Y las causas equivocadas se acumularon sin que nadie despejara mi duda. Yo estaba allí cuando ocurrió. Y como otros espectadores del barrio, le vi correr, ensangrentado -las manos apretando su abdomen-, hasta que desapareció por la calle que lo llevaba a la Casa de Socorro de Luyanó, donde murió.

Era mulato, alto, robusto, bien parecido y padre de los hijos de Teresa, a quien mi madre confiaba la ropa de lavar para ganar el tiempo que le restaba el empleo de cajera en un hotel del Vedado. No sé de qué vivía Cheo, pero si que había recibido uno de los santos -Chango- que confiere a sus adeptos una de las religiones que profesan los cubanos. Su verdugo, también mestizo, pero más joven, era delgado y más pequeño, como su padre, que ayudó en la faena. La sentencia se ejecutó en la bodega de Antonio, un emigrante español con delirios de amar varones y buena consciencia para fiar víveres y licores a una clientela que, como él, sobrevivía a los vaivenes del mercado. Era bueno, pero no tonto y menos cobarde. Todos le respetaban, incluso Cheo y el contrincante que acabó con su guapería -esa actitud, buena o mala, que manifiesta el guapo-.

No vi cómo le dieron la primera puñalada, ni como Antonio, para expulsarlos de su negocio, saltó por encima de la barra cubierta de vasos de cerveza y saladitos que consumían el marido de Teresa y otros clientes. Me sumé a los espectadores cuando, ya herido, atravesaba la calle intentando alcanzar el comercio de Alvaro, enfrente al de su coterráneo -ambos en la esquina donde Marqués de la Torre intercepta con calle Mangos, al pie del costado norte de La Loma de La Iglesia-. Imaginé que quería armarse con uno de los cuchillos que, reposando, servían para lascar y/o cortar jamones y embutidos ofertados por las bodegas. Pero no lo logró porque antes de llegar le alcanzaron el joven y su padre, que descargó un machetazo sobre la espalda de quien parecía víctima y del que después supe fue quién sembró la situación por la cual rendía cuentas en ese momento.

"...no quiero verte en este barrió...", había dicho varias veces Cheo a quien ahora lo cocía a puñaladas. La motivación para forzarlo a emigrar era "cosa de hombres y poder de territorios", pero implicaba un conflicto: la casa donde vivía el amenazado era la de su familia y estaba a 30 metros de la cuartería donde el candidato a cadáver visitaba a sus hijos y se lavaba la ropa que yo usaba.

Nadie de los numerosos vecinos que presenció los hechos hizo algo más que gritar para evitar la tragedia. Cuando volví a casa cuidando con mis manos el papalote recién comprado -tenía formas y colores de la bandera cubana-, mis ojos adolescentes y mi corazón aún asustado por el baile de las armas ensangrentadas, me hicieron una pregunta que hoy, casi medio siglo después, no sé contestar.

Esta crisis sucedió cuando en mi vida todavía no habían comenzado las emigraciones sucesivas de que disfruté después. Vivía yo dentro de las fronteras cerradas de mi barrio, del que nunca había salido. Pensaba como “el aldeano maravilloso" que cree a su aldea el mundo entero y con tal que su papalote se eleve y que su rabo eche a bolina el de otros, da por bueno el domingo, sin pensar en los que fabrican conocimiento en la loma grande y que trabajan para cambiar el viento que juega con "Las Islas de este Mundo".

LB

viernes, 7 de septiembre de 2007

El poder del aire.

Hoy, tras 60 años de navegar por el mar de la vida a donde fui traído desde las tranquilas aguas del vientre de mi madre, algo tengo que decir sobre mi derrota, sus peripecias y los mapas e instrumentos que me ayudaron a eludir naufragios y catástrofes de los que otros muchos han sido y son víctimas y que he visto -me han contado o he leído-, como ocurren.

Comencé el viaje en un lugar llamado entonces Loma de La Iglesia. Tal escenario está ubicado en el actual Municipio 10 de Octubre de Ciudad de La Habana, capital de Cuba. Y en aquella colina -desde allí se ve casi toda la ciudad-, fue donde viví mis primeras crisis y adquirí el primer conocimiento. A lo largo de este Blog evitaré inventar recuerdos que mi memoria no supo o no pudo retener. Lo que les contaré de aquellos momentos y de otros posteriores -incluso de este presente que no puedo inmovilizar pues se torna inmediatamente en el pasado permanente que soy-, será mediante la mejor combinación de palabras que encuentre para expresar lo que deseo comunicar. Sé que la lengua y el medio de que dispongo, establecen límites a la cantidad de lectores que puedo aspirar. Y aunque con ello se merma mi vanidad de autor que quiere ser leído y escuchado por todos sus semejantes de especie - es decir, alcanzar Fama Total-, lo acepto. No tengo elección.

Fama Total era lo que queríamos alcanzar cuando competíamos en las tardes de sábado y domingo los que en aquellos años 50 del siglo XX empinábamos papalotes y chiringas en la pequeña montaña rodeada por el poder del aire. A lo más alto del cielo remontábamos las cometas multicolores controladas por frenillos -mandos fijados a las varillas que soportaban el papel de china-, y por el cordel con mariposas de tela -el rabo- donde escondíamos las armas letales para el hilo de Manila con que se gobernaba el artefacto desde tierra: las cuchillas. Cuando alguno de los atletas hacía perder el control del juguete a otro –cortaba el hilo con las cuchillas mediante una maniobra hábil-, veíamos como el viento vapuleaba al frágil artefacto aéreo hasta hacerlo caer sobre algún techo de la urbe. Ahí comenzaba la alegría y el regocijo por la hazaña. Y todos, incluida la voz del perdedor, gritaban: ¡Se fue a bolina!

Esas experiencias fueron el motivo de mis primeras crisis sociales -cuando el papalote vencido era el mío-. Por entonces, no aceptaba que mi derrota era consecuencia natural de mi incompetencia en el juego y discutía con la muchachada multicolor para restar valor a lo logrado por el vencedor. Aún hoy -a veces-, sigo pensando que perdía porque otros disponían de mejores medios y recursos -en algún caso, era objetivamente cierto-. Pero con el tiempo aprendí a aceptar los hechos más allá de cualquier comentario que me justificara como perdedor -¡no siempre lo fui!-. Ello me hizo dueño de un conocimiento esencial y útil para navegar en muchas y diversas situaciones en el Mar de La Vida: toda situación nace de una causa y si quiero evitar que vuelva a ocurrir -porque me provoca daño y/o dolor- tengo que identificarla y evitar que se repita. En ocasiones, he descubierto que la causa estaba en mi mismo. Para bien o para mal.

Siempre que recuerdo aquel tiempo, viene a mi memoria el título que dio Raúl Roa -conocido en Cuba como El Canciller de La Dignidad- a uno de sus libros más divulgados: La Revolución del 30 se fue a bolina. Él murió en 1982. Quienes le escuchamos empinar La Palabra en vida lo recordamos como experto en Crisis y Conocimiento.


LB.